Por Cuaderno Sandinista
En el debate contemporáneo sobre el rumbo del socialismo mundial, China se erige como un referente ineludible. Desde la fundación de la República Popular en 1949 bajo el liderazgo de Mao Tse-tung, hasta la etapa actual marcada por las reformas, la nación asiática ha transitado un camino que combina fidelidad ideológica con adaptación histórica.
Mao lo advirtió desde los inicios de la revolución: “¿Quiénes son nuestros enemigos y quiénes nuestros amigos? Esta es una cuestión de importancia primordial para la revolución” (Análisis de las clases de la sociedad china, 1926). Esa claridad en la identificación de aliados y adversarios permitió al Partido Comunista de China (PCCh) cimentar su victoria en un país semicolonial y atrasado, donde el campesinado se convirtió en el aliado más fiel del proletariado. La teoría no se redujo a un ejercicio abstracto: se trató, como señaló Mao en Sobre la práctica, de descubrir la verdad en la experiencia concreta de la lucha y de volver a la práctica para transformarla: “El conocimiento comienza por la práctica, y todo conocimiento teórico, adquirido a través de la práctica, debe volver a ella”.
Esa relación dialéctica entre teoría y acción sigue siendo esencial para comprender la actualidad china. El propio Xi Jinping, en la antesala del XIX Congreso del PCCh, subrayó la centralidad ideológica al afirmar: “Si nos desviamos o abandonamos el marxismo, nuestro Partido perderá su alma y dirección”. Con estas palabras, Xi ratificó que la brújula del socialismo con peculiaridades chinas no puede apartarse de la base marxista, aunque ello implique estudiar el capitalismo contemporáneo para conocerlo y enfrentarlo.
El marxismo, en su versión china, ha demostrado flexibilidad histórica. Tras el derrumbe de la Unión Soviética, cuando muchos proclamaron el “fin de la historia”, China persistió. Como reconoció Li Qun, secretario del PCCh en Qingdao, la “persistencia” del país “representa el futuro del socialismo mundial”, porque combina la fuerza de una de las economías más grandes y estables con la afirmación de que “el pueblo es dueño de la patria”.
Ese es el núcleo del denominado socialismo con peculiaridades chinas: una construcción histórica que, como subraya la teoría maoísta, parte de las contradicciones concretas de cada sociedad. La superación de la vieja China feudal y semicolonial, “azotada por las taras feudales que la agobiaron por siglos”, dio paso a una economía que ocupa ya el segundo lugar mundial, con un salto histórico en los niveles de vida de su población.
No obstante, el debate sigue abierto. Mientras algunos definen el modelo como “capitalismo de Estado” o “neocapitalismo burocrático”, lo cierto es que en la práctica social se confirma lo que Mao y Lenin señalaron: la verdad se mide por los resultados en la transformación del mundo. Y en este caso, el resultado es un país que ha elevado las condiciones de vida de cientos de millones de personas, ha consolidado soberanía nacional frente al imperialismo y ha proyectado un modelo de desarrollo no subordinado a Occidente.
La vigencia del pensamiento maoísta radica en haber enseñado que el socialismo no es dogma, sino guía para la acción. La China del siglo XXI mantiene esa línea, con ajustes a los tiempos, pero con la determinación de no abandonar el marxismo como fundamento. Como dijo Xi: el marxismo es “irreemplazable” para comprender y transformar el mundo, y sin él el Partido perdería su dirección.
En una época de crisis del sistema capitalista global, con guerras, desigualdades crecientes y un imperialismo aún agresivo, la experiencia china ofrece una lección que trasciende fronteras: el socialismo, cuando se nutre de la práctica, del análisis de las clases, de la identificación de amigos y enemigos, y de la fidelidad a la ideología revolucionaria, no solo resiste, sino que se proyecta como alternativa real para el siglo XXI.