Compartimos un escrito de Francisco Bautista Lara, dirigido a Miroslava Rosas Vargas, Embajadora de Panamá ante la Santa Sede, titulado «Santa Claus en Panamá». A continuación se presenta el texto:
El poeta universal de Centroamérica, el nicaragüense Rubén Darío (1867-1916), pionero del modernismo literario en la lengua española, inauguró, con un texto publicado en Panamá (diciembre, 1892), la llegada de Santa Claus a la tradición y literatura latinoamericana. El poeta y escritor, quien cuatro años antes, con la publicación de Azul… (Valparaíso, Chile, 1888), inicialmente destacó más por la atrevida innovación de la prosa que por los versos, fue siempre un acucioso observador, narrador y cronista.
Cuando en julio de 1892 pasó para España de tránsito por Panamá para participar, como parte de la delegación de su país en la celebración del Cuarto Centenario del Descubrimiento de América, observó la decadencia, suciedad y desorden de la ciudad por el fracaso de la compañía francesa de Fernando de Lesseps en la construcción del Canal y escribió una crónica que causó malestar entre la intelectualidad panameña. Su amigo escritor y discípulo modernista, Darío Herrera (1870-1914), a pesar de que Rubén quiso evadir esa ruta al regreso, le sugirió refiriera otros asuntos para superar el resentimiento generado. Por eso se quedó en la navidad y el fin del año 1892 en el Istmo, -al que años después llamó “la benjamina de Hispanoamérica” (1913)- y publicó, en aquel entonces, varias crónicas que conquistaron el aprecio de los lectores, una de ellas “Santa Claus en Panamá”.
Darío Herrera, dirigió carta a Rubén Darío (Callao,1911), en la que refiere: “Ud. hizo en diciembre de 1892 un bellísimo artículo, en el cual pintó la Navidad panameña, genuinamente panameña; artículo del que fui yo inspirador… Lo leí tanto, que recuerdo muchas frases de él. ¿Recuerda Ud.?: Cuando los negros caballos de la noche iban cerca de la mitad del cielo, Santa Claus, el viejo bueno de la gran barba llegó al Istmo, y entre los sacos que llevaba a cuestas – ¡mil!, como la correspondencia de steamer– había uno pequeño repleto, el de los regalitos de Noche Buena para los niños panameños. Ese hermoso trabajo lo hice publicar en El Cronista inmediatamente. ¿No lo conserva Ud.? Quedaría admirable en Mundial. Después de esa artística descripción suya, completa, nada queda por decir de la Navidad panameña, distinta seguramente de la de los pueblos de Colombia, pues seguramente en estos no hay esa cultura mezcla del espíritu norteamericano y francés del salón panameño, cual Ud. muy bien lo notó y lo dijo en su citado artículo…”. King Colman comenta: “El tema de Santa Claus proviene del norte de Europa, de donde pasó luego a Estados Unidos. Rubén Darío, en sus viajes por Europa y por países sudamericanos donde había emigrantes europeos, pudo conocer esa tradición, que fue llevada a Panamá por los ingenieros franceses del primer canal y por los norteamericanos que se instalaron pronto en aquella zona con miras a establecer una influencia política”.
El Cronista. Martes 27 de diciembre de 1892, año XIV.
Santa Claus en Panamá
Por Rubén Darío
Cuando los negros caballos de la noche iban cerca de la mitad del cielo, Santa Claus, el viejo bueno de la gran barba, cruzando en dos zancadas un océano, llegó al Istmo. ¿Venía desde los lugares del polo? ¿Había encontrado al paso a ese otro anciano, su amigo, el Invierno? Es el caso que al brillo de los astros se veía blanquear de nieve la onda crespa y Argentina que le caía por el pecho. Entre la gran carga que traía a cuestas –¡mil sacos! ¡Como los de la correspondencia de un steamer! – había uno chico, repleto; el saco en que venía el regalo para el zapatito de los niños panameños; el medio, el real, el Luis de oro; o el beso de la madre pobre, que no lo pone en el zapatito sino en la boca del bebé amado! Santa Claus oyó un alegre ruido. No era el de los sonoros trompeteos del órgano religioso, ni las voces de los sochantres, ni los coros músicos, en la misa del gallo, porque ni las puertas de la catedral estaban abiertas, ni señalaba el reloj las doce. Arriba, en lo tranquilo del azul, una estrellita de plata, chica como una lágrima, estaba ambicionando ser ella, una hermosa estrella de oro, como la que a paso pausado y orgulloso iba guiando a los coronados magos al pesebre de Dios.
***
Santa Claus oyó como un ruido de pajarera, voces de niño. Y buscó las voces de donde emergían aquellas voces, ¡abuelo de todos! con una bonachona y dulce sonrisa. El ruido brotaba del Club Internacional, y he aquí lo que vio Santa Claus. Vio lo que está dentro de la cáscara de Panamá, el rubí de la granada, lo sabroso de la nuez, la perla de la ostra. Vio a la sociedad panameña en una de sus mejores faces; el hogar; la mujer; el niño. Era la fiesta de Noche Buena que regocija al mundo; la fiesta amable de los niños. El árbol verde que estaba en el centro de un salón, tenía llamas por flores, y por frutos lindos globos rojos y blancos. Una muchedumbre infantil miraba con miradas ávidas el depósito de los juguetes. Miraban, los ojos abiertos cuan grandes eran, a los soldados de plomo acuartelados en cajas; a los pierrots de a cuarta, a los arlequines que llevan la bandurria y al monicaco, la matraca, el tambor y el sablecito. Y la niña del cabello rubio no le quitaba la vista de encima a un bebe de hule que tenía la boca como una pincelada roja.
Era fiesta del Club. El centro panameño da la fiesta anual a los niños, y otra a las damas. La de los unos la noche de navidad; la de las otras con San Silvestre. Era esta la del árbol, la noche del divino Noel. Los niños cerca del ramaje, tenían su algazara. Las cabelleras negras y las de oro, se movían bajo un mismo aliento de dicha. El departamento infantil formaba un pedazo de la más feliz Liliput. Cada cual tuvo su juguete; el chiquitín rosado, que apenas anda, el muñequito ojiazul, del tamaño de Tom Pouce, hasta la preciosa rosa en botón que en la alborada de los doce años crece llena de fragancia de la Primavera.
Santa Claus miraba satisfecho…
En otro salón estaba la flor femenina de la ciudad. Panamá posee un corazón social de gran valía. Preciso es para el viajero penetrar en él y conocerlo.
En Panamá que se ve de paso, el Panamá puente interoceánico, el Panamá comercial o el Panamá del jamaicano y el chino ¿a quién no se le ocurre que no tiene nada que ver con esta cultura, con esta sociabilidad, con este perfume y alteza del salón panameño? La familia tiene aquí su templo. Y por lo que toca a trato y elegancia, baste decir que además de la savia nacional, reina algo del espíritu francés y del norteamericano. En cuanto a hermosura, Santa Claus vio mujeres sencillamente encantadoras. El piano, por obra de distinguidos amateurs llamó al baile. Bailaron los niños. Y cuando las “niñas grandes” se entregaron a su vez al agradable viento del vals, entre otras hermosuras, pasaba, rápido, bella “la princesa de una isla”, con traje color de rosa.
Santa Claus, partió por fin, en su viaje alrededor del mundo, no sin haber dado un vistazo al templo, donde el órgano estaba ya resonando y los coros cantaban las estrofas santas de gloriosa alegría. En el altar brillaba una enorme constelación de cirios. Los fieles estaban de rodillas. Los sacerdotes cumplían con el ritual: y cuando el señor obispo tomaba su báculo, brillaba la raya de oro en el fondo purpúreo de la capa magna.
Mas al partir, el viejo bueno, Santa Claus, tenía, entre tanta fiesta, en el rostro un algo triste, y algo húmedo temblaba en sus cansados ojos paternales. Es que tuvo un doloroso recuerdo: el recuerdo de los pobrecitos niños pobres y huérfanos que no tendrían en la fragante y luminosa Navidad el regalito de Noche Buena; ni en el siguiente día una madre que les despertase con un beso, ¡a la salida del sol!
(Bautista, Francisco Javier, Último año de Rubén Darío, Parte II, Honduras y Panamá, 2017, pp. 224-227).
Roma, 30.12.2020.
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