Cuaderno Sandinista
En los tiempos que corren, donde la barbarie no sólo se expresa en guerras y bloqueos, sino también en la censura mediática, la mentira fabricada y la esclavitud del pensamiento, se hace urgente levantar la bandera de una Revolución de Independencia Comunicacional, capaz de disputar el sentido, rehacer los vínculos humanos y liberar la palabra como arma de transformación.
Esa batalla no es nueva. Simón Bolívar, al fundar el Correo del Orinoco en 1818, lo dijo sin ambages: “La primera de todas las fuerzas es la opinión pública”. El Libertador entendía que la imprenta era tan necesaria como los pertrechos de guerra, porque ninguna independencia política sería duradera sin una independencia del pensamiento. Para él, la lucha no se limitaba al campo de batalla: se libraba también en el campo simbólico.
Siguiendo su estela, el General Sandino —en su gesta antiimperialista en Nicaragua— forjó su propio aparato de difusión clandestina, consciente de que la palabra podía convertirse en trinchera. Escribía manifiestos, cartas, proclamas. No era sólo un combatiente militar, sino un estratega de la comunicación. “No hay liberación sin verdad”, sostenía, y esa verdad debía ser dicha por y para los pueblos, nunca dictada desde los escritorios imperiales.
Esa concepción fue radicalizada y llevada a nuevas dimensiones por Fidel Castro, quien hizo de la palabra hablada un acto de pedagogía revolucionaria. Su oratoria no era retórica vacía: era un ejercicio vivo de explicación, convencimiento y movilización. Desde la creación de EcuRed hasta su presencia cotidiana en los medios cubanos, Fidel fue un comunicador de excelencia. No delegó la comunicación, la asumió como una trinchera. La prensa, para él, era frente de combate. La libertad de expresión, una tarea revolucionaria.
Pero fue Hugo Chávez quien más sistematizó una teoría de la comunicación emancipadora. Para Chávez, comunicar era crear pueblo. Desde Aló Presidente hasta la fundación de TeleSUR y la Universidad Internacional de las Comunicaciones, Chávez entendió que las palabras no son neutras: son instrumentos de guerra o de liberación. Su visión articulaba economía política de los medios, semiótica crítica, estética popular y pedagogía de masas. “No es un oficio de merolicos”, decía, “es artillería del pensamiento”.
Hoy, en pleno siglo XXI, cuando la guerra ya no sólo es militar o económica sino cognitiva, se hace imprescindible avanzar en la consolidación de una comunicación que humanice. Frente al fetichismo mediático, la lógica del espectáculo y el vaciamiento semántico que impone el capital global, urge una comunicación que sea praxis liberadora. Humanizarse implica comunicarse, pero no de cualquier forma: exige hacerlo desde una ética del encuentro, una política de participación y una poética del bien común.
No se trata de repetir slogans. Se trata de asumir que la palabra también es territorio, y que quien domina el relato, domina el futuro. Hoy, las grandes plataformas transnacionales deciden qué se ve, qué se calla, qué se repite y qué se cancela. A eso se suma la manipulación semiótica, la censura algorítmica y la guerra simbólica que pretende eliminar a los pueblos incluso en su imaginario.
Por eso, nuestra filosofía de la semiosis propone una ruptura radical con la comunicación mercantilizada. Reivindicamos una comunicación popular, insurgente, comunitaria. Desde las radios campesinas hasta las redes de comunicación indígena; desde los periódicos obreros hasta los murales callejeros; desde las universidades críticas hasta las aulas libres del saber militante. Allí florece un nuevo humanismo: no de museo, sino de lucha.
Una comunicación que no mida su éxito en likes, sino en conciencia. Que no busque audiencia, sino participación. Que no fabrique clientes, sino compañeros. Una comunicación que sepa decir con las palabras de Bolívar, con la claridad de Fidel, con la ternura de Chávez y con la dignidad de Sandino.
Porque la condición humana es también condición comunicante. Y donde la palabra se silencia, la humanidad se apaga. Nuestra apuesta es por una civilización del diálogo, no del monólogo imperial. Por una independencia que también sea simbólica. Por una voz propia que no se arrodille ante las pantallas del capital.
Humanizarse exige comunicarse. Y comunicar exige luchar.