Antes de decretarse la pandemia y enviar a todos a su casa, los movimientos populares desplegaban masivamente sus simpatizantes en las calles de las diferentes grandes ciudades. París, Roma, Barcelona, Bogotá, Santiago de Chile, fueron entre otras capitales, testigos de feministas, izquierdas, independentistas, chalecos amarillos, estudiantes y trabajadores en contra de gobiernos, sistemas represivos y dictaduras encubiertas.
En esos años la política tenía un importante margen de maniobras, a pesar de los intentos ultra derechistas por acallar voces y deshacerse de todo tipo de cuestionamiento. Es decir que no sólo se podía planear o ilusionarse con un futuro cercano, sino que también confiábamos muchos en que llegara alguien con lucidez y coraje civil a recortar las ganancias de los que más tienen en lugar de aumentar la pobreza de casi todos.
Es cierto, que más allá de la nefasta herencia recibida en la mayoría de los países de Nuestra América, la pandemia fue devastadora en salud, educación y sobre todo en economía.
Sin embargo, las contradicciones de los gobiernos que llegaron, sobre todo entre los progresistas, quedaron de manifiesto en las cesiones otorgadas, así como también en la falta de cumplimiento de un alto porcentaje de sus promesas electorales.
Sumado a ello observamos que es muy común que los políticos tradicionales como los intelectuales orgánicos y enamorados de sí mismo, intentan imponer la lógica de su propio pensamiento de manera tal que lo inadmisible supere a lo factible o admisible.
Es el caso de los gobiernos neoliberales que insisten en privatizaciones, la tan cacareada meritocracia, obscuras licitaciones e inversiones al mejor postor, además de impresionantes sumas de dinero que se fugan al exterior. Son los que declaran su rechazo por los populismos o estatizaciones para imponer de manera perversa un sistema de individualismo feroz con el clásico y degradante «sálvese quien pueda» en contra de toda acción colectiva.
El padre del neoliberalismo, Friederich Von Hayek sabía que su modelo era sumamente impopular, que muy temprano entrarían en crisis de legitimidad, porque no pueden crecer en el reparto de las riquezas, por lo que el objetivo era incidir mediante vendedores de ideas de segunda mano, lo cual se lograría por los medios hegemónicos: periodistas, locutores, intelectuales y políticos encargados de formar el sentido común.
Acompañados las 24 horas del día por medios o telebasuras a los que poco les interesa la verdad, ya que sus ingresos están garantizados por la persecución mediática a líderes populares, envenenar la cabeza y abusar de la pobre inocencia de la gente.
El siniestro combo de mentiras y estigmatizaciones incluye la incitación a la violencia, elemento inherente al sistema neoliberal.
Tampoco falta en tan dañino sistema la lucha de pobres contra pobres, dónde los verdaderos idiotas útiles adhieren a ese esquema obsceno, quejándose permanentemente de los extremadamente pobres, carenciados y trabajadores de hoy, que cortan rutas o calles para visibilizarse y ejercer sus derechos de protesta o manifestación.
Producto de esas fake news, el instalado lawfare y la falta de respuestas de una necesaria y urgente ley de medios, así como también de la valiente e impostergable reestructuración judicial, continuamos con el espiral de violencia, como por ejemplo el reciente intento de magnicidio contra la vicepresidenta argentina Cristina Fernández de Kirchner. Dicho atentado no sólo no es un hecho aislado, sino que es la demostración de la degradación moral y política que viven nuestras sociedades, postergadas por representantes que no nos representan y «funcionarios que no funcionan» – dixit Cristina Kirchner-.
Esa violencia irracional es consecuencia de varias organizaciones ultraderechistas que nacieron al amparo de la impunidad, en un país que, en el caso argentino, no sólo no estaba destinado a la igualdad de oportunidades (en la que muchos creíamos y seguimos creyendo, con cierta ingenuidad tal vez), sino que lentamente se ha ido convirtiendo en el escenario de la más brutal inequidad.
Por: Carlos Prigollini
Fuente: TeleSur