Compartimos con los lectores de #CuadernoSandinista un artículo de Renán Vega Cantor , publicado en rebelion.org, titulado originalmente como «Rebelión y masacre en el pulgarcito de América (1932)». A continuación se presente el texto original:
“En mi triste país se suceden los horrores. Se dice de tres mil muertos, campesinos casi todos, que se lanzaron a tomar los cuarteles, exasperados por el hambre. Les tachan de bolscheviques (sic), de monstruos, de cuanto adjetivo denigrante les sugiere el miedo y la cólera a los terratenientes y millonarios enfurecidos y vencedores”.
Alberto Masferrer, 4 de febrero de 1932.
El Salvador, situado en el centro del continente americano, es un pequeño país con una extensión de 22 mil kilómetros cuadrados, dedicado principalmente a la producción de café. El 85% de sus exportaciones corresponden a este producto y se concentran en los mercados de Alemania y Estados Unidos. Para 1932 tiene un millón y medio de habitantes, de los cuales el 80% vive y trabaja en el campo. Un ínfimo 0.2% de la población constituye la clase dominante, el 4.4% las clases medias y el 95% restante lo forman campesinos, indígenas, jornaleros agrícolas y unos pocos obreros urbanos.
La tierra es el rasero que marca la desigualdad social, porque la oligarquía cafetalera la acapara, mientras miles de indígenas y campesinos no tienen ni donde caer muertos. Esto lo constata a finales de 1931, el mayor A.R. Harris, agregado militar de los Estados Unidos: “El 90 por ciento de la riqueza del país la posee el 0.5 por ciento de la población. Entre 30 o 40 familias son propietarias de casi todo el país. Viven con esplendor de reyes, rodeados de servidumbre, envían a sus hijos a educarse a Europa o a Estados Unidos, y despilfarran el dinero e sus antojos. El resto de la población no tiene prácticamente nada…”. Como expresión del lujo y derroche “una de las primeras cosas que se observa cuando uno llega a San Salvador, es la abundancia de automóviles de lujo que circulan por las calles. (…) No parece que exista nada entre estos carísimos vehículos y la carreta de bueyes guiado por el boyero descalzo”.
Esta situación constituye una verdadera bomba de tiempo que tarde o temprano puede estallar, como señala el agregado militar: “Me imagino que la situación de El Salvador actual se asemeja mucho a la de Francia antes de su revolución, Rusia antes de su Revolución y México antes de su revolución. (…) Una revolución socialista o comunista puede retardarse por varios años en este país, digamos diez o veinte años, pero cuando por fin suceda va a ser sangrienta” [1] .
El Pueblo Salvadoreño se Rebela
En la década de 1920 el control político en el Salvador está a cargo del clan familiar de los Meléndez-Quiñones. Eso cambia temporalmente en 1931 cuando Arturo Araujo se impone en las elecciones, a nombre del Partido Laborista. El punto central del programa presidencial es el reparto de la tierra, lo que genera gran apoyo y expectativa entre la población pobre y campesina. Sin embargo, muy rápido cunde la decepción, porque el nuevo gobierno no cumple sus promesas y adopta la represión abierta de obreros y campesinos. Araujo pierde el apoyo del Ejército y esto propicia un golpe de Estado del 2 de diciembre de 1931, cuando asume el poder el vicepresidente y ministro de Guerra Maximiliano Hernández Martínez, llamado El Brujo, por ser un teósofo declarado.
El nuevo dictador convoca a elecciones municipales en los primeros días de enero de 1932, y, de forma sorpresiva, el Partido Comunista (PCS) gana en algunos lugares. Para desconocer este triunfo se acude al fraude. Ante esta situación el PCS empieza a promover la idea de una insurrección y establece contactos con campesinos e indígenas del occidente del país, los cuales ya habían tomado la decisión de llevar adelante un levantamiento armado por su propia cuenta.
El objetivo del PCS es coordinar una insurrección general en todo el país. Sin embargo, el plan es descubierto y el 18 de enero son capturados Farabundo Martí y los estudiantes universitarios Alfonso Luna y Mario Zapata principales dirigentes del Partido Comunista y conductores del levantamiento. En la noche del 20 se reúne el Comité Central del PCS para discutir la pertinencia de seguir adelante con la insurrección y, aunque hay posiciones en contra porque ya no se tiene la capacidad real de conducirla, la mayoría opta por mantener el plan.
El 22 entran simultáneamente en erupción varios volcanes en Guatemala y el Izalco, —conocido como el Faro del Pacífico— en el Salvador. Un coro de estruendos acompaña la erupción y la emisión de cenizas que recubre los cielos de América Central. Como si esa fuera la señal que esperan los campesinos e indígenas desde hacia decenios, al momento se desencadena la insurrección. La rebelión comienza en la medianoche del 22-23 de enero y se concentra en seis localidades del occidente del país. Iluminados por el resplandor que generan los volcanes en actividad, miles de hombres y mujeres, empuñando palos, machetes y unas cuantas armas se dirigen hacia los poblados y atacan las estaciones de policía, las oficinas municipales y los puestos de telégrafo, símbolos y sedes del poder político y militar. Atacan las casas de los terratenientes y de los ricos de los pueblos y saquean las tiendas y comercios locales, llamando a la gente del lugar a unirse al movimiento. En su accionar ejecutan a unas setenta personas, grandes propietarios o sus allegados. Algunos grupos de insurrectos gritan consignas favorables al Socorro Rojo y al PCS y proclaman por primera vez en América Latina la implantación de soviets rurales.
La Masacre
El bestial contra-ataque del régimen militar se inicia el 24 de enero y en menos de 48 horas aplasta la rebelión. En la tarde del 25, todos los pueblos están en manos de las tropas gubernamentales. Esto es posible porque, luego de conocida la noticia del levantamiento, el gobierno junta las tropas del centro y el oriente del país, y las envía en tren hacia los lugares donde se encuentran los rebeldes. Apenas llegan, se inicia la brutal carnicería. No les resulta difícil, porque a los palos y machetes que portan los rebeldes se les enfrentan ametralladoras y fusiles de largo alcance e incluso a aviones que bombardean a la población en forma inmisericorde.
Los militares y las Guardias Cívicas, formadas por miembros de las clases dominantes, asesinan a todo aquel que consideren comunista y/o indígena. Se remiten a las listas electorales y eligen como víctimas a quienes habían votado por los comunistas, puesto que allí estaban consignados los datos personales, lugar de residencia y partido por el que habían votado. Pero en general no se ponen con tanta “sutileza” y todo varón adulto que se encuentre en el camino es fusilado.
Mientras en el occidente se abren fosas comunes para enterrar a los labriegos, en San Salvador son capturados los comunistas que aparecen registrados en los libros de votaciones y en las márgenes del río Acelhuate son fusilados. Luego son tirados a fosas comunes o son incinerados. A Miguel Mármol (1905-1993), fundador del PCS, se le intenta fusilar, pero sobrevive para relatar las atrocidades cometidas en 1932. Como colofón represivo de la violencia anticomunista, el primero de febrero, luego de un juicio amañado, son fusilados los dirigentes del PCS Farabundo Martí, Alfonso Luna y Mario Zapata.
La represión produce miles de muertos, tanto en los primeros días cuando llegaron las tropas a las zonas ocupadas por los rebeldes, como en las semanas siguientes por parte del Ejército y los grupos paramilitares de las guardias cívicas. Nunca se podrá establecer con exactitud la dimensión de la masacre, porque se impone la censura de prensa, se destruyen los archivos oficiales de 1932 por orden del dictador Martínez y los cadáveres son enterrados sin ningún registro ni identificación. Si, como estiman diversos testigos e investigadores, se asesinó a 30 mil personas, estamos ante un auténtico genocidio, porque eso significa que en un breve lapso de tiempo fue exterminado el 2% de la población.
La magnitud de la masacre se registra en un telegrama del general José Tomas Calderón, Jefe de Operación de la Zona Occidental, dirigido al almirante Smith y comandante Brandeur, de los barcos de guerra Rochester, Skeena y Wancouver, en el que “se complace (en) comunicarles que… hasta hoy cuarto día de operaciones están liquidados cuatro mil ochocientos bolcheviques”. [2] Si eso se dice de manera oficial sobre lo acontecido en los primeros días, es lógico suponer que la cifra se elevó en miles en las semanas siguientes, cuando tanto las tropas oficiales como las guardias cívicas prosiguieron con su propósito de exterminar a todos los indios y comunistas que encontraran en su camino, o a quienes calificaban de ese modo.
Un periódico informa que, debido al elevado número de muertos “se incinera gran cantidad de cadáveres de comunistas en todos los lugares en donde fueron reprimidos los levantamientos”. Así mismo, se comunica que “para evitar las epidemias, la dirección General de Sanidad ha ordenado la incineración de los cadáveres de los comunistas muertos en los diferentes encuentros habidos en la República” [3] .
Como una prueba del sadismo de la represión, en Izalco es asesinado, colgado y exhibido en público el cacique Feliciano Ama, quien es calificado como un indio comunista. El espectro anticomunista y racista aflora para justificar la masacre y en los periódicos se exige la destrucción de “la hidra de cien cabezas del comunismo”, así como aniquilar a los “indios borrachos y degenerados”.
Diez días después del levantamiento, llegan al Puerto de Acajutla dos barcos de la marina británica y uno de los Estados Unidos, so pretexto de proteger los intereses de sus connacionales que residen o tiene negocios en el país. El objetivo es intervenir si fuese necesario para reprimir el levantamiento popular. Con su presencia bélica, las potencias respaldan la masacre.
Clase y etnia en el trasfondo de la masacre
Para explicar la rebelión y la masacre deben considerarse los problemas de etnia y clase, que están referidos a las características de las dos insurrecciones que estallan a mediados de enero de 1932 y que en forma espontánea confluyen: la que organiza el PCS y la que preparan los indígenas del occidente del país. Por ello, en el análisis de la coyuntura que origina la Gran Depresión (1929-1933), es indispensable recordar los procesos de largo plazo que “pueden ser resumidas en dos palabras: indígenas y café” [4] .
La Gran Depresión del capitalismo mundial tiene efectos inmediatos en la sociedad salvadoreña, que se configuran en el telón de fondo de la masacre de 1932. Cuando estalla la crisis de 1929 se desploman los precios del café hasta en un 46%. Los efectos son inmediatos y catastróficos: bajan las importaciones, descienden los salarios de los peones y de los pocos funcionarios del Estado, el hambre y el desempleo se extienden por los campos salvadoreños. Como siempre, la crisis recae sobre los pobres y desposeídos, mientras los terratenientes y hacendados mantienen sus privilegios, hasta el punto que el Estado los exonera de pagar impuestos por la exportación de café [5] .
La caída del consumo del café en el mercado mundial crea condiciones para que diversos sectores de las clases subalternas se organicen. La resistencia y la rebelión se encuentran a flor de piel, motivadas por el impacto inmediato de la crisis, y son factibles porque un proceso de organización de trabajadores, campesinos e indígenas se había gestado a comienzos de la década de 1920. En efecto, en 1923 surgieron los primeros sindicatos y en 1924 se creó la Federación Regional de Trabajadores Salvadoreños (FRTS), cuyos objetivos principales apuntaban a luchar por la tierra y el aumento de salarios.
A comienzos de la década de 1930 los indígenas enfrentan el alto precio de los alquileres de la tierra y demandan la implementación de una ley que prohíba la expropiación por deudas y garantice la devolución de las tierras que les habían arrebatado. Los campesinos pobres reciben instrucción política de estudiantes y de maestros rurales, influidos por el Socorro Rojo Internacional y la FRTS. El primero canaliza ayuda a los sindicatos y a las organizaciones obreras en diversos lugares del mundo. En el Salvador, el Socorro Rojo llega a contar con seis mil participantes y la FRTS alcanza los 75 mil afiliados.
En este proceso de organización se destaca la fundación del Partido Comunista del Salvador (PCS), en el cual se aglutinan líderes políticos y sindicales, con experiencias de lucha en varios países de América Central, entre los que sobresalen Farabundo Martí y Miguel Mármol. Ese partido se funda oficialmente en marzo de 1930 y el primero de mayo de ese año organiza el desfile de miles de personas por la calles de San Salvador.
El problema de clase
Antes de la rebelión armada, la prensa de San Salvador manifiesta sus temores ante un posible levantamiento popular. Al respecto, el arzobispo de esa ciudad, Monseñor Belloso, les escribe una carta a los capitalistas del país, en la que advierte sobre el peligro comunista si no se trata a la gente con justicia. El texto de la carta señala:
“Nos permitimos preguntar:
- ¿Sabe usted cómo viven sus colonos?
- ¿Tienen ellos en sus viviendas cierta comodidad e higiene?
- ¿Se les paga el salario suficiente, no sólo para el vivir cotidiano, sino también para que sostengan a su familia, a base de economía y honradez?
- ¿Los colonos y empleados todos, trabajan de tal manera que pueden cumplir con sus obligaciones religiosas?
- ¿Se les da facilidades para que sus hijos reciban la instrucción conveniente?
- ¿Cuentan con médico y medicinas para sus enfermedades ordinarias, particularmente si viven en zonas malsanas?
- ¿No se abusa de la debilidad de los niños obligándoles a trabajos incompatibles con su edad?
- ¿Se impone a las mujeres, sobre todo a las que son madres, obligaciones que les imposibilitan atender a sus niños?
Si todos los patronos tratan a sus trabajadores de modo que no se deje ni una sola de estas cosas sin cumplir, creemos, y estamos seguros de ello, que el peligro comunista quedará completamente conjurado” [6] .
Este texto percibe la desigualdad social, de clase, que se hace más evidente en la coyuntura de la Gran Depresión. En el fondo, este problema de clase expresa la contradicción entre los terratenientes/hacendados cafetaleros con los campesinos y los proletarios agrícolas. Existe un malestar campesino como resultado de la expropiación de los ejidos, el trato indigno que reciben los labriegos y los trabajadores asalariados, al cual debe agregarse el choque violento de la crisis en la economía cafetera. Este descontento es canalizado por el Socorro Rojo Internacional y el recién fundado PCS, que encuentra un terreno abonado por las humillaciones acumuladas por los pobres y por la decepción ante el gobierno de Araujo.
No por casualidad, en aquellas regiones de mayor densidad campesina y productoras de café es donde más fuerza tiene la rebelión. Precisamente, el PCS logró cierta influencia entre los campesinos y jornaleros porque había escuchado la queja más común de la gente: la caída del salario en las fincas cafeteras, en razón de lo cual envía a los activistas en los días de pago, exige mejoras salariales y organiza huelgas, muchas de las cuales son victoriosas porque tienen objetivos claros, como aumento de salarios nominales y mejor ración de comida para los jornaleros [7] .
La miseria de los campesinos, como expresión de esta contradicción de clase, es registrada por V. Brouder, comandante de los marines canadienses que desembarcó en el puerto de Acajutla el 23 de enero de 1932. Para éste: “En una determinada finca de café…(los) obreros trabajan hasta diez horas al día en algunos casos, a cambio de lo cual se les paga 25 centavos diarios… Además se les da… un puñado de frijoles y unas cuantas tortillas… y café para tomar; el costo para alimentar a cada trabajador no pasa de un centavo por día. El valor de la cosecha de café de esta finca se estima en unas 100,000 libras esterlinas; un cálculo rápido indica que el costo de la mano de obra para todo un ciclo agrícola alcanza a lo sumo la cantidad de 2,000 libras esterlinas…” [8] . En suma, el costo de la fuerza de trabajo representa el 2% del valor de la cosecha de café, lo que genera una envidiable tasa de ganancia para la oligarquía cafetera.
Tensiones étnicas
En el fondo de la rebelión y la represión que le siguió se esconde un asunto crucial de la historia del Salvador: el de la marginación y sometimiento de los indígenas por parte de los blancos y ladinos.
Para la comprensión de la rebelión indígena deben considerarse las causas de larga y corta duración. En cuanto a las primeras, se habían ido acumulando durante siglos los golpes de la opresión, la humillación y el despojo por parte de los grandes terratenientes, los blancos y los ladinos, contra los cuales en numerosas ocasiones se habían rebelado los indígenas. A éstos se les arrebatan sus tierras y se les convierte, con diversos procedimientos violentos y legales, en peones de las haciendas, donde soportan un trato despótico y se les paga con monedas emitidas por las haciendas que sólo se pueden usar en la tienda de raya del dueño del cafetal.
Esto se conjuga con las razones de corto plazo, catalizadas por el impacto de la Gran Depresión en la sociedad salvadoreña, con huelgas y protestas para defender el empleo y pedir mejora de salarios. En esta coyuntura, los indígenas no están solos, porque los mismos problemas que genera el colapso del café en el mercado mundial, afectan a obreros, campesinos e indígenas. Pese a todo, los indígenas tienen sus propios objetivos, que están relacionados con el problema estructural que afrontan al ser despojados de sus tierras, las que son acaparadas por los ladinos (mestizos).
En el momento de la masacre y en las semanas siguientes emerge con gran fuerza el racismo de blancos y ladinos. Por ejemplo, en La Prensa del 4 de febrero un titular sostiene que «los Indios han sido, son y serán enemigos de los Ladinos» y en el artículo correspondiente se señala que «no había un solo indio que no estuviera carcomido por el comunismo devastador… Cometimos un grave error al hacerlos ciudadanos» [9] . Claro, estos mismos indígenas son los peones y sirvientes de los hacendados, muchos de los cuales participan en la insurrección, junto con sus caciques.
E l ataque sistemático contra los rebeldes es un verdadero etnocidio, ya que se identifica a las víctimas por sus rasgos físicos, su lengua, o su vestimenta. Como consecuencia, los sobrevivientes se ven obligados a abandonar sus costumbres y tradiciones. En esta perspectiva, la masacre de 1932 no es una revuelta campesina con un componente racial, sino “la última convulsión de la rebelión indígena contra el colonialismo”. En 1931 los indígenas pierden lo poco que les quedaba de tierra y ven disminuir su precario ingreso de subsistencia. En estas condiciones, “el movimiento comunista solamente proporcionó el fósforo que dio fuego a este material combustible de resentimiento étnico. La revuelta en sí, sus slogans, liderazgo, blancos y metas, sugieren una ‘guerra de razas’, con grupos indígenas asaltando los emblemas del poder ladino. La represión subsiguiente indicaba las mismas dinámicas raciales” [10] .
Esto se manifiesta en el carácter y sentido de la represión que no es obra exclusiva del ejército, sino de grupos privados organizados y financiados por blancos y ladinos, que persiguen y matan con saña a lo que consideran como “plaga comunista”. En este caso el apelativo de comunista encubre su odio hacia los indígenas.
Hasta tal punto existía un problema histórico entre indígenas y ladinos, producto del racismo y de la opresión de éstos últimos, que el PCS enfrenta grandes dificultades porque sus activistas son ladinos urbanos, mientras que los habitantes del occidente del país son indígenas. Por esta razón, estos últimos son muy recelosos con los comunistas, aunque les lleven mensajes de liberación económica y política.
El odio contra los indígenas que aflora luego de la rebelión lo hace publico un hacendado:
«Deseamos que se extermine de raíz la plaga; de lo contrario, brotaría con nuevos bríos, ya expertos y menos tontos (…) Hicieron bien en Norteamérica, de acabar con ellos; a bala, primero, antes de impedir el desarrollo del progreso de aquella nación; mataron primero a los indios porque éstos nunca tendrán buenos sentimientos de nada. (…)Tienen instintos feroces» [11] .
Consecuencias de la masacre
La masacre de 1932 tuvo efectos inmediatos y mediatos, que vale la pena enumerar. En el corto plazo permite la consolidación de la dictadura de Hernández Martínez que se extiende hasta 1944, cuando una huelga general lo obliga a renunciar y a huir del país. Esta dictadura feroz es ejercida por un personaje que solía repetir: “es un crimen más grande matar a una hormiga que a un hombre, porque el hombre al morir reencarna mientras que la hormiga muere definitivamente”.
Martínez dice tener contactos con médicos invisibles, con los que se comunica por medio de aguas de colores que guarda celosamente en unos frascos. A tal punto llega su fe en estos “médicos”, que decide combatir una epidemia de viruela forrando con papel azul las lámparas de las plazas, a la espera de que sus amigos invisibles actúen. Incluso, deja morir de apendicitis a uno de sus hijos, al pretender curarlo con sus aguas azules. Durante los doce largos años de su gobierno reprime a diestra y siniestra y se granjea la simpatía de los Estados Unidos, pese a que coquetea furtivamente con el nazi fascismo.
A raíz de la masacre, los más afectados de manera inmediata son los campesinos y, sobre todo, los indígenas que son prácticamente exterminados. Los sobrevivientes se convierten en ladinos, es decir, son incorporados al proyecto mestizo en forma violenta. El dictador prohíbe que los sectores subalternos estudien porque si lo hacen se vuelven comunistas y, según su fabulosa doctrina, los pobres están destinados a ocuparse de las labores de limpieza.
En la larga duración, la masacre transforma a la sociedad salvadoreña. La violencia destruye un proceso de organización popular, consolida una forma de poder militar dictatorial que perdura el resto del siglo (hasta 1992. Paralelamente se impone el antiocomunismo como una doctrina de Estado, utilizada para reprimir, perseguir y asesinar a los opositores políticos. El Ejército se convierte en guardián del poder de las clases dominantes. Estas, a su vez, lo aceptan y ceden el control directo del aparato de Estado a los militares.
Se impone el silencio, la censura y la tergiversación de los sucesos de 1932, los cuales son presentados por la historia oficial como una cruzada del comunismo internacional en tierras americanas. Se instaura la cultura del terror contra los pobres y contra todos los que se atreven a protestar, a nombre del anticomunismo visceral.
Finalmente, como le ha sucedido a otros militares masacradores en la historia de América Latina, Maximiliano Hernández Martínez no muere de muerte natural. El 15 de mayo de 1966, cuando tenía 84 años, es ejecutado en Honduras por su chofer personal, Cipriano Morales, quien le propina 17 puñaladas. Se dice que es en venganza, porque Morales es hijo de una de las víctimas de la dictadura y actúa siguiendo la máxima popular que reza: el que a hierro mata a hierro muere!
Fuente: http://www.rebelion.org/
Bibliografía sugerida para seguir estudiando
Roque Dalton, Miguel Marmol. Los sucesos de 1932 en El Salvador, Ocean Sur, Bogotá, 2011.
Hernan Brienza, Farabundo Martí. Rebelión en el patio trasero, Capital Intelectual, Buenos Aires, 2007.
Juan Mario Castellanos, El Salvador 1930-1960. Antecedentes históricos de la guerra civil, Biblioteca Popular, San Salvador, 2001.
Jorge Arias Gómez, Farabundo Martí. La biografía clásica, Ocean Sur, Mexico, 2010.
Jeffrey Gould y Aldo Lauria-Santiago, 1932, rebelión en la oscuridad, Ediciones Museo de la Palabra y la Imagen, San Salvador, 2008.
Thomas Anderson, Thomas, El Salvador, 1932, Biblioteca de Historia Salvadoreña, San Salvador, 2001.
Notas:
[1] . Citado en Thomas Anderson, El Salvador 1932, Editorial Universitaria Centroamericana, Segunda Edición, San José, 1982.
[2] . Citado en Jorge Arias Gómez, Farabundo Martí. Esbozo biográfico, Editorial Universitaria Centroamericana, San José, 1972, p. 144.
[3] . El Día, enero 27 de 2004, p. 4, Citado en Héctor Lindo Fuentes, “Políticas de la memoria. El levantamiento de 1932 en El Salvador”, en Revista Historia, No. 49-50, enero-diciembre de 2004, p. 293.
[4] . Erick Ching, El Salvador, levantamiento de 1932, en http://www.elsoca.org/index.php/america-central/movimiento-obrero-y-socialismo-en-centroamerica/2302-el-salvador-el-levantamiento-de-1932
[5] . Alejandro D. Marroquín, “Estudio sobre la crisis de los años treinta en El Salvador”, en Pablo González Casanova (Coordinador), América Latina en los años treinta, Universidad Nacional Autónoma de México, México, 1977, pp. 113 y ss.
[6] . El Día, 20 de enero de 1932, p. 4, citado en H. Lindo Fuentes, op. cit, p. 290.
[7] . Erick Ching, Los archivos de Moscú, en DiarioCoLatino.com, julio 29 de 2005, disponible en http://www.diariocolatino.com/es/20050729/tresmil/20926/Los-archivos-de-Mosc%C3%BA.htm?tpl=69[8] .Ernesto Martínez, Los orígenes de la matanza indígena de 1932 en El Salvador, en DiarioCo.Latino. com, enero 26 de 2011, disponible en http:// www.diariocolatino.com/
[9] . Citado en Walter Neftali Alfaro, Levantamiento campesino 1932, en http://msdwalteralfaro.blogspot.com/2010/02/levantamiento-campesino-1932.html
[10] . Virginia Tilley, Indígenas: los salvadoreños invisibles, en el faro.net, enero 22 de 2009, disponible en http://archivo.elfaro.net/secciones/academico/20090122/academico1.asp
[11] . E. Martínez, op. cit.