Por Germán Van de Velde
Donald Trump declaró desde el Air Force One: “La guerra ha terminado, ¿vale? ¿Lo entienden?”. Con esa frase, pronunciada en pleno vuelo hacia Oriente Medio, pretendió sellar el fin del conflicto en Gaza. Pero la realidad contradice la retórica imperial. Gaza no ha conocido la paz; lo que comenzó fue una nueva fase del colonialismo, en la que las bombas se sustituyen por contratos de reconstrucción y las tropas por fondos del Banco Mundial. El acuerdo promovido por Washington, bajo el disfraz de “paz histórica”, entrega el control del territorio a una coalición de países aliados de Estados Unidos —Egipto, Qatar, Turquía y Emiratos—, mientras las potencias occidentales y las corporaciones multinacionales se reparten el negocio de la reconstrucción. Como advirtió Fabrizio Casari, “los acuerdos carecen de perspectiva histórica y de credibilidad política: siguen siendo el resultado de una negociación que ha puesto fin al bombardeo y al exilio forzado de los palestinos de su tierra”.
La reconstrucción, estimada en 80.000 millones de dólares, convertirá a Gaza en el mayor campo de negocios de Oriente Medio. Los grupos financieros angloamericanos, que se enriquecieron con la guerra, harán lo mismo con la posguerra. “De las guerras, los grandes grupos financieros siguen ganando tanto cuando estallan —con las armas— como cuando terminan —con la reconstrucción”, añade Casari. Esta es la verdadera naturaleza del capitalismo global: un sistema que convierte la destrucción en un mercado y la tragedia en oportunidad de inversión.
Pero Gaza no es solo el escenario de una catástrofe humanitaria; es el punto de quiebre del orden mundial nacido del colonialismo. Dos años después del 7 de octubre de 2023, la operación “Tormenta de Al Aqsa” no puede entenderse solo como una acción militar. Fue el momento en que, desde las ruinas, resurgió un sujeto político que Occidente creía extinguido: el Sur Global. Como escribió Carmen Parejo Rendón, “Gaza se convirtió en el lugar donde comenzó a resucitar el sujeto político del Sur Global… unificó las voces dispersas de los pueblos oprimidos y devolvió a la historia la idea de que la descolonización sigue siendo la tarea pendiente del siglo XXI”.
El genocidio no logró doblegar a Palestina, pero sí desenmascaró al sistema internacional. Sudáfrica, heredera del apartheid, llevó a Israel ante la Corte Internacional de Justicia. Nicaragua demandó a Alemania ante la CIJ por asistir militarmente a Israel, exportar y autorizar exportación de equipo militar y armas de guerra. Colombia, Argelia y otros países del Sur rompieron el cerco de la complicidad. El espíritu de Bandung, aquel que en 1955 proclamó la independencia del Tercer Mundo frente al colonialismo, vuelve a resonar. En el reverso, Occidente se mira al espejo y descubre su propio derrumbe moral. “Lo que Palestina muestra no es solo barbarie, es el agotamiento de un modelo y su resistencia a morir sin ejercer la máxima violencia posible”, escribió Parejo Rendón. La autodenominada “comunidad internacional” se despojó de su máscara: las mismas potencias que invocan los derechos humanos son las que financian la ocupación, justifican la limpieza étnica y criminalizan la resistencia.
Europa, el viejo centro moral del mundo liberal, atraviesa su mayor crisis de legitimidad desde 1945. El presidente español Pedro Sánchez reconoció por primera vez el “genocidio” en Gaza y anunció un embargo de armas a Israel, pero su gesto fue más político que ético. Parejo Rendón advierte: “El cambio, aunque sea mínimo y superficial, no nace de la voluntad del poder, sino de su temor a perderlo. Cada concesión es una confesión de debilidad”. En efecto, las calles europeas están empujando a los gobiernos a pronunciar palabras que no quieren decir. El miedo a la movilización social, y no la convicción, explica los discursos de “solidaridad”. Esa fractura entre pueblo y élite evidencia que el modelo liberal ya no convence ni a sus propios ciudadanos. La “diplomacia simbólica” de Occidente solo confirma que la legitimidad se ha desplazado hacia las masas, no hacia las cancillerías.
Mientras tanto, Israel vive su propio colapso interno. Su mito de invulnerabilidad militar quedó pulverizado tras dos años de guerra. Ni su superioridad tecnológica ni su alianza con Washington pudieron garantizarle la victoria. El proyecto sionista, fundado en la noción de “seguridad existencial”, reveló su naturaleza contradictoria: necesita despojar y humillar a otro pueblo para sentirse seguro, pero ese mismo despojo destruye su estabilidad. La radicalización del gobierno de Netanyahu —una alianza de fanatismo religioso, colonos armados y capital financiero— ya no se percibe como una desviación del sionismo, sino como su desenlace lógico.
En este contexto, la frase de Parejo Rendón en su análisis “Palestina como espejo” adquiere una dimensión universal: “Palestina deja de ser un conflicto para convertirse en una interpelación histórica. Una ruptura, más allá de lo simbólico, entre el pueblo y sus élites.” Esa ruptura no ocurre solo en Gaza; recorre las capitales de Europa, el corazón de Estados Unidos y las calles de América Latina. El colapso moral del imperialismo es visible y, por primera vez en mucho tiempo, irreversible.
Desde Nuestra América, Gaza no es solo una tragedia distante, sino una advertencia. La guerra contra Palestina y las sanciones contra Cuba, Venezuela o Nicaragua forman parte de un mismo diseño imperial: someter a los pueblos que defienden su soberanía y criminalizar a los gobiernos que no obedecen a Washington. El presidente Nicolás Maduro lo resumió sin ambigüedad: “Un genocidio armado, financiado y respaldado por las élites imperialistas de EE. UU.” La misma maquinaria que arrasa Gaza actúa en nuestros territorios con otras armas: los bloqueos financieros, la manipulación mediática, las plataformas digitales convertidas en laboratorios de desestabilización.
Por eso, la causa palestina es también la causa de Nuestra América. En ambos escenarios se libra la misma batalla: la lucha por el derecho a existir sin tutela extranjera. La defensa de Palestina es inseparable de la defensa de Cuba, de Venezuela y de Nicaragua; es la defensa de todo proyecto que aspire a un mundo multipolar y justo. Cuando Gaza resiste, resisten también los pueblos del Caribe y del Sur.
Hoy, el imperialismo pretende vender la reconstrucción como “paz”. Pero la verdadera paz no nace del mercado, sino de la justicia. Palestina lo ha recordado con su sangre: no hay estabilidad sin soberanía, ni reconciliación sin memoria. “Sobre esta tierra hay algo que merece vivir”, escribió Mahmoud Darwish, el poeta del exilio. Esa tierra hoy se llama Palestina, pero también se llama Nuestra América.
Gaza ha demostrado que el siglo XXI no será el de la globalización neoliberal, sino el de la descolonización integral. El imperio se derrumba, y sus ruinas no son solo materiales, sino morales. En ellas germina la esperanza de un nuevo orden mundial que nace desde el Sur: un orden basado en la dignidad, la justicia y la solidaridad entre los pueblos.
Cuando caen las bombas en Gaza, tiembla el mundo entero. Pero de esas ruinas emerge la certeza de que la historia ya ha cambiado de manos. El Sur se levanta, y con él, la humanidad vuelve a tener futuro.