Por Fabrizio Casari
Más de 60 millones de estadounidenses ya han votado en todo el país. Y en diez estados (entre ellos Georgia) ya ha votado más de la mitad de las personas que lo hicieron en total en 2020. En Pensilvania, Michigan y Wisconsin el voto anticipado premia a los demócratas, pero en Nevada y Georgia es prometedor el número de republicanos que han votado anticipadamente en persona o por correo, según un análisis de Nbc News (normalmente prefieren votar en la propia jornada electoral, este año el martes 5 de noviembre).
Es prácticamente imposible predecir quién ganará en los siete estados que están en la balanza y, por tanto, irá a la Casa Blanca. Los sondeos, un instrumento de orientación más que de investigación, como viene ocurriendo desde hace años o se equivocan o no dicen nada para no equivocarse pero, a tres días de que se abran las urnas, el candidato republicano parece tener más posibilidades: tiene un 52% frente al 48% de su rival demócrata según el modelo elaborado por la web FiveThirtyEight.
Entre las pocas certezas que se pueden enumerar en el pronóstico está que, sea cual sea el veredicto, habrá fuertes protestas de los perdedores. Si serán los republicanos, el nivel de éstas podría alcanzar picos muy altos de violencia, mientras que si Trump y Vance se imponen, los demócratas se encontrarán en una encrucijada: mantener un perfil establishment que salvaguarde la regularidad del proceso y no exponga a EEUU a una devastadora crisis de imagen y fiabilidad, o abrir un enfrentamiento político total que implique recurrir a la calle además de a los tribunales.
Una certeza aún más sólida es que el enfrentamiento entre Trump y Harris parece ser uno de los más radicales de la historia de las elecciones estadounidenses. Pero, ¿coincide realmente la sustancia con la apariencia? Los dos candidatos parecen representar dos concepciones opuestas del papel internacional de EE.UU. e indican dos modelos distintos de relaciones internacionales, así como dos políticas económicas diferentes. Pero que los demócratas tienen objetivos e intereses diferentes a los de Trump ha quedado suficientemente desmentido en ocho años de administración. La diferencia radica únicamente en los destinatarios en los que uno se apoya, en todo caso fruto de la voluntad del establishment que decide, según sus necesidades, apostar por uno u otro, sabiendo en todo caso que quien prevalezca se verá obligado a desempeñar el papel de administrador de un mando en otra parte.
La esencia del Estado Profundo estadounidense reside en unos pocos grandes sectores: el complejo militar-industrial y la comunidad de inteligencia civil-militar, los fondos de inversión y los grandes grupos bancarios y aseguradores con sus falsas agencias de calificación independientes, el lobby de las empresas de alta tecnología, la Big Pharma, las grandes corporaciones que dominan la Red y las grandes corporaciones mediáticas, el petróleo y el agronegocio. Esta es la esencia principal (no la única) del sistema de poder de EEUU, que está condicionado por el lobby de Israel y los grupos de presión que son la expresión de los complejos equilibrios financieros internacionales que actúan como garantes de la exposición de EEUU en los mercados. Este es el marco del poder, es decir, de quienes son capaces de determinar los acontecimientos, cambiar su curso y manipular su conocimiento.
Es la suma de los intereses de este Estado profundo lo que determina las opciones de política exterior y militar y de política económica, lo que establece las líneas rojas y los puntos de no retorno, lo que mide el poder y la fuerza arrolladora de sus intereses. Aquí ningún partido toca las pelotas, como mucho pone la cara.
Esto no quiere decir que el poder en EEUU sea un monobloque unívoco, las diferencias están ahí, por supuesto, y tienen que ver con diferentes estrategias y tácticas. En este sentido, en lo que se refiere a la política exterior, que para EE.UU. es más importante que la política interior, hay diferencias sobre la estrategia a utilizar aunque el objetivo sea común, es decir, el dominio indiscutible de EE.UU. sobre Occidente y de éste sobre el mundo entero. Todos coinciden en pensar que China es el único competidor y que, por tanto, es necesaria una derrota decisiva de Pekín para reducir su peso y su papel en los mercados internacionales. Del mismo modo, lo que se necesita es una fuerte contención militar y política de Rusia, que ha demostrado ser un enemigo estructurado capaz de apoyar primero y ganar después el enfrentamiento con todo el bloque occidental. Por si fuera poco, existe también un vínculo político, comercial e incluso militar entre ambos países que hace que el intento de limitarlos sea decididamente poco realista. La alianza estratégica entre Pekín y Moscú es, por tanto, el primer escollo al que hay que enfrentarse.
Pues bien, hay una parte del Estado profundo que cree que el ataque a Rusia a través de Ucrania fue un error, por dos razones fundamentales. La primera es porque se creía que Rusia podría desarrollar sus lazos con los países de la UE para ser lentamente absorbida, premiándola, en la esfera euroasiática occidental, algo ahora enterrado por la guerra que la UE ha desatado contra Moscú. La segunda es que el ascenso de Eurasia habría relativizado el peso comercial de China frente a Rusia, al igual que habría hecho mucho más complejo el suministro de energía a Pekin y, en perspectiva, habría permitido superar la alianza estratégica entre ambos países que, históricamente, nunca han sido un bloque único, sino todo lo contrario.
Otra parte del establishment, aquella con la que más se identifican los demócratas, cree en cambio que la derrota militar de Rusia debería ser el requisito previo para poder luego atacar militarmente a China. Esto se debe a que Pekín, carente por completo de historia militar moderna, a pesar de haber modernizado y ampliado enormemente su aparato militar, incluido el nuclear-estratégico, tiene en Moscú a su aliado y ayudante más valioso junto con Corea del Norte, cuyo peso, sin embargo, sigue siendo relativo. Por lo tanto, para atacar a China, trivialmente, primero hay que poner a Rusia en una posición en la que no pueda prestar la ayuda prevista en el acuerdo de asociación estratégica política y militar.
Como ves, son caminos diferentes y fruto de un planteamiento distinto. Pero diferentes en el modo y en el momento, no en los objetivos. Y esto afecta a todos los escenarios internacionales, del continente americano a Europa, de Asia a África. Oceanía es un esbozo.
Pues bien, los dos partidos representan las dos variantes tácticas, son el producto de modelos aparentemente distintos y distantes, pero en realidad más homogéneos de lo que pensamos. Pero es en el plano de la representación social donde Estados Unidos se revela como un país partido en dos y objeto de una polarización política que prefigura una imposible reconciliación política en el electorado, mientras que no ve ninguna diferencia significativa en el establishment.
Electoralmente, el desafío es un choque en el que se refleja el choque entre identidades sociales. Y si Kamala Harris no entusiasma al electorado demócrata, que la vota solo para emitir un voto contra Trump, es imposible negar al ignorante magnate la capacidad de conectar electoralmente, si no sentimentalmente, las piezas dispersas del rompecabezas estadounidense.
Trump reúne a las víctimas de un crecimiento económico de estos cuatro años que es cuando menos distópico, porque ha visto excelentes resultados en las bolsas que han recompensado a los sectores bancario y tecnológico, así como a la industria bélica, pero que han descansado sobre los hombros de enormes desigualdades sociales que ven empobrecerse al 40% de la población estadounidense. En el país donde vive el 41% de las personas más ricas de todo el planeta, un tercio de la población (105.303.000) lucha por salir adelante. Un millón y medio de niños no tienen acceso a la educación secundaria. Hay 14 millones de estadounidenses sin ningún tipo de seguro médico y el sistema del país más rico produce cada vez más pobres y más injusticia.
Las repercusiones en la desviación son evidentes: el 25% de los presos del mundo son de Estados Unidos y el número de pacientes psiquiátricos es el más alto del mundo en porcentaje de la población; el número de drogadictos en un país que ostenta el triste récord de demanda mundial de drogas y Estados Unidos está considerado entre los 30 primeros países del mundo en inseguridad ciudadana.
Los inconforme encuentran en Trump una dimensión anti-establishment difícil de refutar, subrayada por su total falta de estilo en los modales y de decencia en el contenido. Trump une a la América más oscura, la de los racistas y supremacistas blancos, segregacionistas, locos por las armas y fundamentalistas religiosos, que siempre ha sido el patrimonio electoral de la derecha republicana.
Pero hoy encuentra una conexión con la América del malestar social. Especialmente de la clase media, que desde 2008 se ha sumido en la crisis financiera que ha desgarrado su propia cohesión social, provocando su empobrecimiento y arrastrándola a las clases más bajas. Esta parte del país debería haber estado representada por los demócratas, que en cambio han elegido como referentes a las élites intelectuales y políticas y han asumido como interlocutor y referente político a los gigantes de Silicon Valley, es decir, a los amos de la Red y a los magnates de la comunicación.
No es casualidad que la cuenca electoral de los demócratas ya no esté en los cinturones obreros y que los campus millonarios se hayan convertido en el caldo de cultivo de un partido que se connota a sí mismo como representante de las clases adineradas de las que pretende extraer la futura clase dirigente del país. Si esto era fisiológico para los republicanos, ha supuesto un shock para el electorado demócrata, que se encuentra eligiendo entre dos derechas o la abstención. En definitiva, la prevalencia del bando más reaccionario y el huérfano de pensamiento progresista en la América profunda está de capa caída: Trump ha unido a los dos bandos enfrentados que se han convertido en un solo mar.
Cualquiera de los dos contendientes que se imponga en las urnas, la política exterior general no se tambalea. Seguramente habrá diferentes acentos y decisiones rupturistas si gana Trump, con efectos geométricos variables en Oriente Próximo o hacia Rusia, en América Latina y en la relación con India, pero no se esperan cambios significativos si gana Harris. No en esta etapa en la que el multipolarismo amenaza seriamente al imperio unipolar liderado por los anglosajones. Dentro de unos días, los dos contendientes comenzarán su nuevo mandato golpeando precisamente sobre el rostro del mundo nuevo, desde la derecha o desde la izquierda. Quien, sin embargo, parece tener la mandíbula fuerte y los pies fuertes en el suelo. Difícil por tanto, que caiga a sus pies.
Fuente: 19 Digital