Escrito por Rubén Darío
El fin de Nicaragua
Cuando el yanqui William Walker llevó a Nicaragua sus rifleros de ojos azules, se hallaban los Estados Unidos harto preocupados con sus asuntos de esclavistas y antiesclavistas, y el futuro imperialismo estaba en ciernes. Si no, ha tiempo que Nicaragua ¡qué digo! las cinco repúblicas de la América Central serían una estrella, o parte de una estrella del pabellón norteamericano.
Los manes de William Walker deben estar hoy regocijados… Era aquel filibustero culto y valiente, y de ideas dominadoras y de largas vistas tiránicas, según puede verse por sus “Memorias”, ya en el original inglés, muy raro, ya en la traducción castellana de Fabio Carnevallini, también difícil de encontrar. En tiempo de Walker era el tránsito por Nicaragua de aventureros que iban a California con la fiebre del oro. Y con unos vaporcitos en el Gran Lago, o lago de Granada, comenzó la base de su fortuna el abuelo Vanderbilt, tronco de tanto archimillonario que hoy lleva su nombre.
William Walker era ambicioso; mas el conquistador nórdico no llegó solamente por su propio esfuerzo, sino que fue llamado y apoyado por uno de los partidos en que se dividía del país. Luego habrían de arrepentirse los que creyeron preciso apoyarse en las armas del extranjero peligroso. Walker se comió el mandado, como suele decirse. Se impuso por el terror, con sus bien pertrechadas gentes. Sembró el espanto en Granada. Sus tiradores casaban nicaragüenses como quien casa venados son conejos. Fusiló notables; incendió, arrasó. Y aun he alcanzado a oír cantar ciertas viejas coplas populares:
La pobre doña Sabina (?)
un gran chasco le pasó,
que por andar tras los yanques
el diablo se la llevó
No se decía yanquis, si no «yanques».
Por allá vienen los yanques
con cotona colorada,
gritando ¡hurra! ¡hurra! ¡hurra!
En Granada ya no hay nada
Y llegó Walker a imperar en Granada, y tuvo partidarios nicaragüenses, y hasta algún cura le celebro en un sermón, con citas bíblicas y todo, en la parroquia. Pero el resto de Centro América acudió en ayuda de Nicaragua, y con apoyo de todos, y muy especialmente de Costa Rica, concluyó la guerra nacional echando fuera al intruso. El bucanero volvió a las andadas. Desembarcó en Honduras. Fue tomado prisionero en Trujillo, y, para evitar nuevas invasiones, se le fusiló. Y la defensa contra el famoso yanqui ha quedado como una de las páginas más brillantes de la historia solidaria de las cinco repúblicas centroamericanas.
Y es allí, en esa misma ciudad de Granada de que habla la copla vieja, en donde, por odio al gobierno de Zelaya –a quien hoy echan de menos los nicaragüenses como los mexicanos a Porfirio Díaz– se formó una agrupación yanquista, que envió a Washington actas en que se pedía la anexión, que paseó por las calles entre músicas y vítores el pabellón de las bandas y estrellas, clamando por depender de la patria de Walker, dando vivas al presidente de la Casa Blanca; y se buscó a cada paso la ocasión de la llegada de un ministro, de un cónsul, de un enviado cualquiera de los Estados Unidos, para manifestar las ansias del yugo washingtoniano, el masoquismo del “big stick”, el deseo del puntapié de la bota de New York, de New Orleans o de Chicago.
Y entre tanto de Nueva Orleans y de New York iban los fondos para sustentar la revuelta, después que se hubo logrado la traición de Estrada –quien hoy de seguro lamentará su error trascendente– y compañías como la “United Fruit” no escatimaban los dólares para la sangrienta fiesta de la muerte de que tan buen provecho se proponían sacar. Zelaya hizo bien en mandar ejecutar –después de juzgados militarmente, se entiende– a dos yanquis que fueron tomados en momentos en que ponían minas para hacer volar dos barcos llenos de soldados del gobierno, allá en la costa norte, que era el punto de la insurrección. Más esa doble ejecución le costó la presidencia y le valió del destierro. El apoyo y la simpatía que a Zelaya prestara y demostrará el viejo presidente mejicano, fue una de las causas de que los Estados Unidos, es decir, mister Knox, viesen con buenos ojos la revolución de Madero; y Porfirio Díaz también cayó, al soplar el vendaval del lado del norte.
Cuando Zelaya entregó el poder a Madriz se creyó o la revuelta develada; y ya iba el gobierno a deshacer a los revolucionarios de Bluefields, cuando desembarcaron tropas yanquis que apoyaron a Estrada, Chamorro y demás sublevados. Cayó Madriz y se constituyó un nuevo gobierno; el Partido Conservador, que antes de Zelaya había mandado treinta años, y que con Zelaya estuviera aplastado diez y siete, renació, pero para cometer peores cosas que aquellas de que acusaban al gobierno liberal. Se tomó todo lo que se pudo del tesoro exhausto; se ordenó pagar enormes sumas a los prohombres conservadores. Y el país miserable, arruinado, hambriento, con el cambio al dos mil, veía llegada su última hora.
Los yanquis ofrecieron dinero; y enviaron una comisión para encargarse del cobro de los impuestos de aduana, después de la llegada de cierto famoso Mr. Dawson, perito en tales entenderes por su práctica en Panamá Y en la República Dominicana. Y se iba a realizar la venta del país, con un ruinosísimo empréstito, negociado en Washington por el ministro Castrillo, cuando, felizmente, algunas voces cuerdas y humanas se oyeron en el congreso de los Estados Unidos, y a pesar de los senadores interesados y de los deseos del gobierno, el empréstito no fue aprobado.
Mas, de hecho, el imperio norteamericano se extendía sobre el territorio nicaragüense, y la pérdida implícita de la soberanía era una triste realidad aunque no hubiese ninguna clara declaración al respecto. Hombres de cierto influjo, como los Arellanos, de Granada, habían fomentado los designios del grupo anexionista. ¿No se ha contado por la prensa nicaragüense un detalle indigno? Dícese estando reunido el congreso de Nicaragua para tratar de la reforma de la Constitución se recibió un cablegrama de la Casa Blanca en el cual se ordenaba –esa es la palabra– se ordenaba que no se tratase de la reforma de la Constitución hasta que llegase un comisionado del gobierno de los Estados Unidos… Si esto no es si ya perder completamente la nacionalidad, que venga Washington y lo diga –porque ya sería tarde para preguntárselo a San Martín o a Bolívar.
Entretanto, en el Partido Conservador surge un cisma, una desagregación mortal. Unos quieren que sea presidente el que por de pronto ocupa el puesto, Adolfo Díaz, hombre civil, hijo del poeta Carmen Díaz, de honesta memoria; otros que sea el rústico y tremendo general Mena, hombre de machete y popular boga en los departamentos de Oriente; otros que sea el general Chamorro, simpático a la capital; otros que sea el alejado Estrada, el hombre del primer golpe, después venido a menos y que partió a Norte América; y aun creo que hay otros candidatos más. Y así el partido se dividió; quedó en la presidencia Díaz, pero Mena, ministro de la guerra tenía las armas y dominaba el ejército; y Díaz no podía disponer nada, ni emprender nada si la anuencia y aprobación de Mena; presidía pero no gobernaba, con la amenaza constante de un golpe militar. Y llegó el momento en que, instigado por [ilegible en el original] pensó en deshacerse de la tutela de su ministro de la guerra, mas éste paro el golpe, y, como supiese que para los Estados Unidos no era “persona grata”, no aguardó las elecciones y se rebeló contra el gobierno de Díaz.
Díaz entonces pide apoyo a los prohombres de la Casa Blanca, y la ocasión para repetir lo de Cuba y lo de Panamá no pudo ser más propicia a Knox y compañía. De los barcos de guerra anclados en los puertos de Corinto y de Bluefields desembarcaron tropas para imponer el orden, para “proteger las legaciones”, como si se tratase de contener hordas chinas. En el interior se renuevan los odios entre Granada y León, y en las escenas de guerra se retrocede cincuenta años; odios de campanario, odios de bandería, odios odiosos de grotescos Montescos y absurdos Capuletos. Vuelven a verse el incendio y la matanza entre las dos ciudades rivales; incendios como el que destruyera a Granada antaño, matanzas como aquella en que fue arrastrado a la cola de un caballo el cuerpo de mi tío abuelo “el indio Darío”.
Y los Estados Unidos, con la aprobación de las naciones de Europa –y quizá de algunas de América…– ocuparán el territorio nicaragüense, territorio que les conviene, tanto por la vecindad de Panamá, como porque entra en la posibilidad el realizar el otro paso interoceánico por Nicaragua; por las necesidades comerciales, u otras; y así se aprovecharán los estudios ya hechos por ingenieros de la marina norteamericana como el cubano Menocal. Y la soberanía nicaragüense será un recuerdo en la historia de las repúblicas americanas.