Por Cuaderno Sandinista
En pleno siglo XXI, cuando los pueblos resisten las guerras híbridas, el hambre planificada y la manipulación mediática, surge un nuevo instrumento de agresión que amenaza la soberanía de las naciones: el deepfake. No se trata únicamente de un “juguete” digital o de un fenómeno tecnológico pasajero, sino de un arma de guerra psicológica que, en manos del imperialismo, se convierte en un proyectil contra la democracia, la dignidad y la verdad.
Los deepfakes, basados en inteligencia artificial, permiten falsificar rostros, voces y situaciones con un realismo perturbador. Si ayer las fake news eran suficientes para confundir, hoy los laboratorios del poder fabrican videos imposibles de distinguir de la realidad. Estamos frente a una maquinaria capaz de inventar pruebas, arruinar reputaciones y sembrar pánico social.
El ejemplo más brutal lo vivimos en Nuestra América: el gobierno de Venezuela denunció al secretario de Estado de EE.UU., Marco Rubio, por presentar un video manipulado con IA como “prueba” de narcotráfico. El análisis técnico demostró que se trataba de un montaje, una animación que buscaba justificar operaciones militares y sanciones económicas. En otras palabras, el deepfake se convirtió en casus belli, en excusa para la intervención y el saqueo.
Pero esta tecnología no solo se utiliza en el terreno geopolítico. En Estados Unidos se ha transformado en herramienta de acoso escolar, con adolescentes convertidos en víctimas de pornografía digital fabricada a partir de fotos inocentes. En India y Perú, mafias clonaron voces de familiares para extorsionar, logrando que madres y padres entregaran dinero bajo la amenaza de un falso secuestro. En Corea del Sur y España, la avalancha de denuncias obligó a los Estados a tipificar el deepfake pornográfico y el acoso digital como delitos graves. Mientras tanto, China impuso reglas estrictas: ningún deepfake puede difundirse sin consentimiento ni sin una marca visible que lo identifique.
Las democracias, ya debilitadas por el control mediático corporativo, se enfrentan ahora a un enemigo más sofisticado: la mentira digital perfecta. El imperialismo estadounidense, que no reconoce límites éticos, ha demostrado que está dispuesto a manipular incluso la realidad audiovisual para perseguir a gobiernos, dividir a los pueblos y destruir liderazgos. El caso de Marco Rubio y su montaje contra Venezuela no es un accidente: es la confirmación de que Washington busca normalizar la falsificación como método de dominación.
El peligro es enorme. Si un Estado poderoso puede fabricar evidencias con IA y presentarlas como verdad, ¿qué queda de la legalidad internacional? ¿Qué sentido tienen las resoluciones de la ONU si, como dijo el propio Rubio, “no me importa lo que diga Naciones Unidas”? El deepfake, en manos de estas élites, se convierte en un golpe mortal contra el multilateralismo, la cooperación internacional y los principios básicos de la convivencia pacífica.
Por eso, la defensa de la verdad se vuelve hoy una batalla revolucionaria. Los pueblos deben exigir controles éticos y legales sobre el uso de la IA, denunciar los intentos de manipulación y construir sus propias plataformas de verificación soberana. Nicaragua, Venezuela, Cuba y todos los países del Sur global tienen el desafío histórico de no solo resistir las agresiones tradicionales —bloqueos, sanciones, invasiones—, sino también esta nueva ofensiva digital que busca socavar la confianza social y destruir la democracia desde sus cimientos.
El deepfake puede ser una herramienta cultural o científica si se regula y se orienta al bien común. Pero bajo el puño del imperialismo, es simplemente otra máscara del terrorismo de Estado global. Como en toda época, la consigna sigue siendo la misma: defender la verdad, defender la soberanía, defender la vida.