Por Fabrizio Casari
Dada la absoluta incapacidad militar de recuperar un tercio de Ucrania, ahora en manos rusas, Kiev sigue apostando por lo que, desde el inicio de la guerra, ha sido su especialidad: los actos de terrorismo en territorio ruso. La reciente oleada de bombardeos ucranianos sobre ciudades rusas con el uso de misiles balísticos estadounidenses de medio alcance ATACMS, así como el asesinato en Moscú del General Kirillov, indican que Ucrania intenta demostrar una supuesta vitalidad militar, a pesar de verse obligada, con fuerza y brutalidad, a reclutar jóvenes para enviarlos a morir en una guerra ya perdida.
Estas acciones, que carecen de utilidad militar y no producen la menor variación en el escenario bélico, persiguen dos objetivos. El primero es psicológico: con los misiles ATACMS lanzados contra la ciudad de Kazán (sede de la última cumbre de los BRICS, que representó un triunfo político para Putin), se busca mostrar que es posible enfrentar a Rusia también en el terreno balístico. Además, al bombardear un objetivo civil, se intenta sembrar miedo en la población rusa. Sin embargo, estos cálculos, realizados por Washington y Londres, cuyos equipos militares seleccionan objetivos y establecen el alcance de los misiles, son profundamente erróneos. Kiev, por su parte, no es más que una figura decorativa que se atribuye méritos que no le corresponden.
El segundo objetivo es político: convencer a la próxima administración republicana en la Casa Blanca de que el desenlace de la guerra aún no está decidido. Así, se busca garantizar la continuidad del financiamiento y el suministro de armas estratégicas, con la esperanza de mantener a Rusia bajo presión. Prolongar la guerra evitaría la humillación de una negociación de paz que, inevitablemente, al partir de la realidad sobre el terreno, sería extremadamente desfavorable para Ucrania y, por el contrario, consolidaría una victoria estratégica para Putin.
Existe una coincidencia de intereses entre la UE, Londres y Kiev, junto con la administración oficialmente dirigida por Biden (según una investigación del Wall Street Journal, el presidente octogenario no está en condiciones de gobernar y no ha tomado decisiones en los últimos cuatro años): dejarle a Trump una situación al borde de lo irreparable, enfrentable únicamente desde un enfoque militar, pese a la derrota total del régimen nazi ucraniano y de la OTAN. Sin embargo, si se busca transformar la derrota estratégica de la OTAN en una derrota rusa, solo se conseguirá una menor flexibilidad en la mesa de futuras negociaciones, especialmente considerando que son los estadounidenses y británicos quienes lanzan misiles contra civiles y organizan eliminaciones selectivas.
Putin es plenamente consciente de que las provocaciones recientes tienen como objetivo provocar una represalia rusa que cierre cualquier diálogo antes de que pueda iniciarse. Aunque el panorama podría permitir un cambio en la política de Estados Unidos, sería ingenuo esperar un giro tan radical en las directrices estratégicas estadounidenses. No por casualidad, las señales provenientes de la administración entrante en Washington muestran un equipo de política exterior compuesto, en su mayoría, por halcones rusófobos cercanos a Trump.
Donald Trump ha manifestado su disposición a dialogar directamente con Vladimir Putin, mientras que su enviado para asuntos relacionados con Ucrania y Rusia, el general retirado Keith Kellogg, ha expresado su disponibilidad para viajar a Moscú en Enero. Por otro lado, el sector del deep state al que Trump representa considera que prolongar una guerra costosa y con pocas perspectivas de debilitar significativamente a Rusia o de separarla de Pekín la hace carecer de utilidad. En cambio, existe el riesgo de un fortalecimiento aún mayor de los lazos entre los dos gigantes, que juntos representan una amenaza para la hegemonía de Occidente.
Se especula que Trump podría proponer un congelamiento del conflicto en las fronteras de facto actuales, el despliegue de un contingente internacional de “mantenimiento de la paz” en Ucrania y el aplazamiento indefinido de las discusiones sobre la entrada de Kiev en la OTAN. Sin embargo, más allá de las opiniones personales de Trump y del sector del deep state al que está vinculado, la posibilidad concreta de tener que aceptar las condiciones rusas coloca a Estados Unidos ante una decisión difícil.
El Kremlin ha reiterado en varias ocasiones que no está interesado en treguas temporales, sino en una paz duradera basada en una nueva arquitectura de seguridad europea. Entre sus condiciones principales destacan el levantamiento de las sanciones internacionales contra Rusia; la neutralidad y el desarme de Ucrania, junto con su “desnazificación”; el reconocimiento de los cuatro oblast anexados por Rusia tras los referéndums de 2022 como parte de la Federación Rusa.
Aunque es posible que Moscú muestre cierta flexibilidad en algunas de estas condiciones durante las negociaciones, queda claro que el simple hecho de sentarse a negociar con el Kremlin ya representaría una derrota para el bloque occidental, que durante años ha insistido en que Rusia debería retirarse, devolver los territorios ocupados y garantizar una victoria completa para Ucrania.
Cual que sean los detalles, Estados Unidos y sus aliados ya no pueden ocultar su fracaso militar y político en la guerra contra Rusia. Este conflicto ha dejado en evidencia a La ineficacia del aparato militar occidental: el apoyo militar a Ucrania no ha sido suficiente para cambiar el curso del conflicto. También ha expuesto el fracaso del aislamiento diplomático de Moscú: la mayor parte de la comunidad internacional, incluidos muchos aliados de Estados Unidos, se ha negado a adherirse a las sanciones contra Rusia, evidenciando una clara fractura global.
El fracaso de la estrategia atlantista
Desde la cumbre de la OTAN en Bucarest de 2008 hasta la de Madrid de 2021, el objetivo declarado de la Alianza ha sido la expansión hacia el este y la derrota estratégica de Rusia. Este plan buscaba no solo desmembrar políticamente a la Federación Rusa en varias repúblicas, sino también poner fin a su peso estratégico internacional, destruyendo la alianza con China y desmantelando el proyecto de los BRICS.
Sin embargo, el escenario actual sugiere que Occidente podría verse obligado a reconsiderar sus planes, admitiendo implícitamente una derrota estratégica. Cualquier negociación que implique aceptar las condiciones rusas marcaría un cambio de paradigma en los equilibrios globales, con consecuencias a largo plazo para el orden internacional.
Son estos los sueños occidentales que se estrellaron en las llanuras del Donbás y que no tendrán lugar en las eventuales negociaciones; nada – excepto un conflicto termonuclear global cuyo primer escenario sería Europa – podrá cambiar este estado de cosas. La partida ucraniana es, para Occidente, una partida perdida, jugada por 31 países contra uno y perdida desde todos los puntos de vista: militar, político, económico-financiero, comercial y diplomático.
El desenlace de la guerra en Ucrania ha revertido completamente los equilibrios sistémicos internacionales favorables al Occidente Colectivo, alineado bajo el bloque anglosajón. La cada vez más estrecha alianza estratégica entre Rusia y China ha reequilibrado decididamente el orden internacional, cuyos ejes están en constante movimiento, certificando así la profunda crisis estructural del liderazgo unipolar liderado por Estados Unidos.
Además que la derrota militar, el objetivo principal de la guerra contra Rusia a través de Ucrania era romper abruptamente la relación entre Europa y Rusia, que, mediante el intercambio de capital, tecnología y productos terminados por suministros energéticos de muy bajo costo, había construido un crecimiento económico mutuo en un clima de creciente confianza, a pesar de las naturales diferencias. La relación entre Rusia y Europa está ahora destruida y así permanecerá por décadas. Pero, como siempre ocurre con las estrategias de Estados Unidos, el objetivo alcanzado a corto plazo se convierte en el principal problema a medio y largo plazo.
Este es precisamente el caso de la Unión Europea, que con la guerra en Ucrania ha dejado de existir como bloque políticamente independiente y relevante, incluso dentro del marco de gobernanza del orden unipolar. La Unión Europea se ha evaporado junto con su autonomía estratégica. Ha perdido su rol como agente regulador de los desequilibrios internacionales, estrellándose contra los arrecifes de la obediencia hacia Washington, que ha demostrado ser el único programa verdadero de la UE. Pero la perdida de autoridad política de la UE produce un menor valor para el conjunto de Occidente.
Incluso en el plano militar, el debut de la UE en la escena se ha revelado un fracaso: constantemente en discusión sobre la posibilidad de crear un ejército europeo, lo único que ha quedado claro es la aspiración de seguir postrada a los pies de la Alianza Atlántica. Su dimensión militar se ha reducido a operaciones logísticas para el suministro de armas a Kiev. Esto obligará a EE.UU. a redoblar el esfuerzo financiero, ya que los distintos países miembros no podrán y se hará claro que la OTAN es solo una medida de protección para los intereses estratégicos de los EE.UU. y no un sistema de defensa del Occidente.
En Bruselas hay dos palacios que realmente cuentan: uno es la sede del Secretariado General de la OTAN, y el otro alberga la Comisión Europea. Que el primero dé órdenes al segundo, reducido a un mero almacén bélico, es ahora una evidencia indiscutible.