Por: José Ernesto Nováez Guerrero
Estados Unidos y sus aliados occidentales han apostado durante décadas por las sanciones económicas como una herramienta para el disciplinamiento político de países y proyectos percibidos como hostiles al orden establecido. Los efectos de estas políticas, sobre todo contra los países más pequeños, son claramente visibles.
Cuba, por ejemplo, que ha sido objeto del cerco más prolongado de la historia por parte del imperio norteamericano, desde hace más de tres décadas presenta informes regulares en la Organización de Naciones Unidas (ONU), que son respaldados por la amplia mayoría de la comunidad internacional, donde expone minuciosamente el costo económico y social de estas medidas para el país. Otro tanto ha hecho Venezuela, país que ha documentado exhaustivamente el impacto de las sanciones sobre su economía.
Sumado al costo económico, las sanciones son también una herramienta que tienen un alto costo humano, mucho más difícil de medir, y político, pues el deterioro de las condiciones de vida de la población muchas veces es usado para socavar el apoyo popular al proyecto político enemigo de Washington y promover agendas subversivas de cambio de régimen, muchas veces valiéndose de la extrema violencia.
Sin embargo, el acumulado sancionador a lo largo de los años ha tenido también un costo para el hegemón político contemporáneo. Costo que se ha acrecentado en los últimos años, en la medida en que la práctica sancionatoria se ha extendido ya no solo contra países relativamente pequeños, sino que ha comenzado a abarcar a poderosos actores geopolíticos, como Rusia y China. Cabe entonces mirar la otra cara de la moneda y preguntarse: ¿Cuál es el costo de la política sancionatoria para los propios Estados Unidos y sus aliados?
El poder sancionatorio de Estados Unidos descansa en su poderío económico, militar y su predominio sobre los organismos financieros surgidos luego de la Segunda Guerra Mundial, particularmente luego de los acuerdos de Bretton-Woods.
También la imposición del dólar, como principal moneda de reserva y divisa de cambio a nivel internacional, le permite un control extraordinario sobre los mercados de capital y el precio de materias primas claves, como el petróleo, el litio o el oro.
En virtud de esta hegemonía, más de una veintena de países en todos los continentes enfrentan diferentes grados de sanciones por parte de los Estados Unidos. Entre ellos, además de los mencionados, se encuentran otras naciones como Nicaragua, Corea del Norte, Siria, Irán, Afganistán, Belarús, la República Centroafricana, el Congo, Etiopía, Libia, Myanmar, etc. Las sanciones van desde un bloqueo casi total hasta medidas específicas contra sectores de la economía, empresas o individuos.
Un primer efecto, indeseado por sus artífices, de la política sancionatoria, es el progresivo abandono del patrón dólar por un número creciente de países en sus actividades financieras internacionales. Gigantes como China han empezado a sabotear uno de los sostenes de la hegemonía del dólar, los famosos petrodólares, comprando cantidades crecientes de hidrocarburos a los países productores tanto en yuanes como en monedas nacionales.
El emergente bloque de los Brics, no exento de contradicciones internas, pero con un innegable potencial para transformar el panorama económico y político internacional, también ha dado pasos firmes para la progresiva sustitución del dólar en las operaciones comerciales de los países miembros. Igualmente han hecho otros bloques económicos menores, como la Unión Económica Euroasiática.
Según el Fondo Monetario Internacional (FMI), aunque el dólar sigue siendo la principal moneda de reserva a nivel internacional, se percibe un sostenido descenso en los niveles, que se han movido del entorno de un 70% del total de reservas internacionales a principios de los 2000 a un 60% en 2024. El FMI añade que entre las monedas que han ido ocupando este espacio destaca el yuan chino, cuyo ascenso corresponde a, aproximadamente, una cuarta parte del descenso del dólar.
Las sanciones no solo afectan al sancionado, sino también al sancionador, sobre todo cuando los países sancionados son proveedores de materias primas claves para el funcionamiento de la economía norteamericana y de sus aliados.
Un ejemplo clave lo tenemos en las materias primas energéticas. Las sanciones de Trump contra la industria petrolera venezolana no solo golpearon fuertemente a Caracas, sino que tuvieron un efecto inflacionario en el costo del combustible al interior del país. Sobre todo porque muchas de las refinerías claves que Estados Unidos posee en el Golfo de México están adaptadas para refinar el crudo venezolano, de composición muy diferente al crudo que se produce en Estados Unidos.
Como resultado de esto, la Administración Biden debió emitir una serie de licencias a Chevron y otras compañías que permitiera restablecer, aunque fuera parcialmente, el flujo de petróleo venezolano.
Igual situación vive Europa con el gas y el petróleo ruso, de los cuáles depende críticamente. También Estados Unidos depende, para sus centrales nucleares, del uranio ruso y su industria tecnológica tiene una dependencia estratégica de las tierras raras, de las cuáles China es uno de los principales productores mundiales.
Las sanciones contra Rusia y China también han tenido un impacto significativo en el aumento del precio de los granos y en la dilatación de las cadenas de suministros, lo cual incide en la dinámica inflacionaria a nivel global.
La interconexión de la economía mundial torna las sanciones en armas que se vuelven contra sus propios creadores. Aunque este costo es generalmente silenciado por los grandes medios, algunos datos permiten hacerse una idea. Un informe publicado por la Embajada de la Federación Rusa en Panamá, apunta que en 2022 y 2023 se evidenció un descenso de la tasa de crecimiento del PIB de los países desarrollados, la cual promedió solo 2.7% y 1.2% respectivamente. Según las estimaciones del Centro Ruso de Desarrollo Estratégico, solo con las sanciones a Rusia, las empresas extranjeras han tenido pérdidas que superan los 240 000 millones de dólares.
Pero sin dudas uno de los mayores costos de la política sancionatoria de Estados Unidos y sus aliados occidentales está en la visible pérdida de liderazgo a nivel internacional. A pesar de las cientos de bases dispersas por el mundo, los crecientes presupuestos militares, las amenazas, los sobornos, los chantajes y presiones diplomáticas, no han logrado impedir el fortalecimiento de bloques y potencias contrahegemónicas, cuyo principal potencial en el escenario actual reside en el corto plazo en desmontar la unipolaridad dominante desde la década del 90 del siglo pasado.
Adicionalmente, si bien las sanciones han probado ser una herramienta útil para el castigo colectivo de las sociedades, han mostrado una efectividad más que dudosa a la hora de propiciar cambios políticos afines a Washington, como lo demuestran procesos como el cubano, el iraní y el venezolano, los cuales resisten, se reinventan y se articulan con el mundo pluripolar y pluricéntrico en proceso de nacimiento.
Fuente: Cubadebate
Muy buen artículo. Pienso que en algún momento todas esas bases militares que tienen los estados unidos las tendrán que ir reduciendo cuando ya no les de el presupuesto. Al menos que sigan usando la máquina de hacer billetes sin respaldo económico.