Escrito por Fabrizio Casari
En Venezuela asistimos al regreso de las «guarimbas», con la violencia, los asesinatos y la destrucción que las acompañan. No falta el clásico acompañamiento mediático, con la corriente dominante occidental cantando sus alabanzas en un intento de convertir el terrorismo en pacifismo y el fascismo en una corriente de viva democracia. Lo que está ocurriendo en Venezuela, sin embargo, a pesar de las muertes y el vandalismo golpista, no cuenta con el consenso de los sectores populares, y mucho menos de los militares y los organismos de seguridad. Se trata de una suave intentona golpista, llevada a cabo siguiendo instrucciones de Washington, y que nada tiene que ver con una protesta por la lentitud de las elecciones.
El retraso en la transmisión de los datos restantes (una parte menor) se debe al ciberataque (un DOS- Denial Of Service) lanzado por Macedonia del Norte con la intención específica de bloquear el funcionamiento de las transmisiones de datos al CNE. Esto provocó un retraso en el recuento total de votos, lo que permitió a los conspiradores acusar al gobierno de fraude. Blinken lanza la cruzada, pero olvida que en EEUU pasó mucho más y mucho peor en la victoria de Biden contra Trump.
El hecho de que la ley dé treinta días al CNE para dar los resultados parece un detalle formal: por un lado, se queman papeletas y se producen ciberataques y, por otro, se pide a Caracas una celeridad que no se exigió a Washington ni a ninguna otra capital del mundo. ¿Por qué? Porque el golpe es un movimiento rápido y decisivo: o se hace ahora o no se hace.
La violencia callejera desatada por la derecha golpista no es una protesta, ni mucho menos una propuesta. La historia de la supuesta victoria de la oposición con el 70% (!) de los votos hace reír al mundo entero, porque si el sistema de recuento tuvo problemas, ¿cómo van a acertar con los datos? Se trata de una encuesta falsa encargada por Estados Unidos a Edison Research, tres veces vinculada a la CIA. El propósito era precisamente insinuar una victoria segura de la derecha para que luego pudieran hablar de fraude si nunca se produjo. Aún más divertido es el recuento. Es tan evidente que las dos afirmaciones son falsas que los guarimberos corren a quemar los centros de recuento de votos, que más bien deberían servir para demostrar la mayoría anunciada, ¿no? ¿Un ejemplo de autoderrota?
No se exige averiguar lo ocurrido, sino negar la derrota. No hay reconocimiento del resultado de la votación, ni de los órganos responsables de su protección, y no hay legitimación del proceso institucional que lo sanciona. Porque no hay reconocimiento de la democracia, sólo su simulacro mediático por conveniencia, es decir, el retorno de la riqueza del país a manos de su burguesía parasitaria. Sin embargo, no se puede ocultar cierta coherencia: como Trump y Bolsonaro, la criminal María Corina Machado ante la derrota evoca el fraude y desata la furia de las calles. Es más fuerte que ellos: la democracia le es estrecha porque los intereses en juego son amplios y largos.
Pero ya en las consultas previas, el guión de la victoria del perdedor y la derrota del ganador se hizo evidente en toda su comicidad. La dimensión terrorista y golpista de la derecha latinoamericana emerge claramente. Las órdenes de Washington continúan, acentuadas, para establecer el derrocamiento de los gobiernos no alineados por cualquier medio y en cualquier forma. Se cuentan los amigos y los enemigos, pero la pantalla habla por sí sola.
Es la manifestación habitual de un modelo de adhesión a las reglas del juego democrático, que se respetan en caso de victoria pero se rechazan en caso de derrota. Demuestra cómo las elecciones no son una forma de dar la palabra a los votantes, sino sólo una oportunidad de arrebatársela durante mucho tiempo.
Hay dos notas importantes a destacar: la primera es el enésimo triste arrodillamiento de algunos gobiernos latinoamericanos, ilusos de que lamiéndole las botas al Tío Sam pueden tener acceso privilegiado a la Corte. Van desde la vergonzosa posición del psicópata Porteño con rasgos licántropos (al que afortunadamente nadie presta atención) hasta la del bananero Noboa, que en poco tiempo ha convertido a un país pacífico como Ecuador en uno de los lugares más peligrosos del mundo, dado el índice de criminalidad. A ellos se suman los dos títeres de izquierda amados por la derecha, Boric y Arévalo, ambos traidores a su electorado y testaferros de sus respectivas fuerzas armadas.
Piensan en inglés y hablan español para ser considerados socios fiables de Washington, condición necesaria (pero no suficiente) para mantenerse en el poder. Arévalo en particular, que ganó las elecciones gracias a un controvertido recuento de votos, está demostrando ser un poco boricua centroamericano. Quizá le haya convencido su amigo Sergio Ramírez, que pide golpes de Estado semanalmente.
Destaca la actitud servil e indigna de gobiernos como el panameño, el costarricense y el dominicano. Por no hablar del golpista peruano Boluarte, procesado por delitos de diversa índole y al frente de un gobierno ilegítimo que reclama legitimidad a otros.
Todos saben, y más aun los que cierran los ojos, así como los que pretenden ser imparciales, que en Venezuela se ha producido otra aventura de desesperados golpistas latinoamericanos, como era predecible y previsto. Están jugando sucio y descaradamente. En definitiva, la misma película de terror que ya apareció en las pantallas venezolanas hace unos años se repite, enriquecida aún más, en Nicaragua en 2018. Se monta un espectáculo en el que la derecha compite sólo en el terreno de la fuerza, sin siquiera aparente intención de hacerlo a nivel de propuesta política. La idea que triunfa – para citar a Gramsci – es la del subversivismo de las clases dominantes, es decir, la de la búsqueda constante por parte de las potencias fuertes de un modelo autoritario que desde su génesis y a lo largo de su desarrollo debe tener su primacía de la violencia caracterizando elemento.
Otra derrota para Washington El impacto global del voto venezolano plantea serios desafíos a los objetivos de Estados Unidos en la región. Por ello intentaron hasta el final socavar el proceso electoral, tratando por todos los medios de evitar un revés político a sus ambiciones de reconquista. La invocación de un supuesto fraude no representa una amenaza real para el gobierno (que no está dormido ni distraído y controla todo el país), pero sirve para llevar a cabo el último paso del plan de desestabilización, aportando el elemento necesario para que Estados Unidos Los estados no reconocen el resultado de las elecciones. Repitiendo, derrota tras derrota, otra idiotez más que se empeñan en llamar pomposamente política exterior. Sólo una cosa es segura: con el 51,20% de los votos, Nicolás Maduro Moro ganó las elecciones presidenciales venezolanas. Una victoria importante que ahora, con las urnas cerradas y todas las cuentas hechas, mide todo su valor y su peso.