Escrito por Ociel Alí López
La reacción que están segregando las derechas de toda América Latina contra el segundo ciclo progresista, que comenzó a partir del 2019 y que se terminó de cocinar con los triunfos al hilo de los actuales presidentes de Chile, Gabriel Boric; de Colombia, Gustavo Petro; y de Brasil, Luiz Inácio Lula da Silva, pareciera tener un grado mayor de agresividad y apremio que el desplegado por las mismas fuerzas durante el primer ciclo progresista.
Ese primer ciclo fue neutralizado gracias al ‘lawfare’ (guerra judicial) y los declives electorales de algunas fórmulas progresistas en los primeros cinco lustros de los 2000.
La nueva estrategia
Sin embargo, en este segundo ciclo se evidencia mayor ferocidad por parte del statu quo. Estamos viviendo una fase más compleja que podríamos llamar, por ahora, ‘post lawfare’, y cuyas principales variantes son una conspiración más apremiante y el uso de las fuerzas armadas y policiales.
Después de que varios líderes que fueron judicializados, sentenciados o acusados, volvieron a la palestra y regresaron a cargos públicos —como la vicepresidenta argentina Cristina Kirchner, el propio Lula, así como la impronta del expresidente Rafael Correa en la política ecuatoriana—, se evidenció que el ‘lawfare’, en sí mismo, no resultaba lo suficientemente efectivo, ya que solo obstaculizaba los procesos de ‘izquierdización’, pero estos volvían a posicionarse.
Estamos viviendo una fase más compleja que podríamos llamar, por ahora, ‘post lawfare’, y cuyas principales variantes son una conspiración más apremiante y el uso de las fuerzas armadas y policiales.
Las instituciones liberales, controladas por partidos de derecha y centro-derecha, son ahora más belicosas y hay una mayor alineación entre los sectores conservadores, incluyendo, en varios casos, a las Fuerzas Armadas.
En el primer ciclo progresista, las derechas dejaron que los mandatarios de izquierda ocuparan sus respectivas sillas presidenciales e hicieron una oposición que, más o menos, permitía la gestión política. En aquel momento no tenían fuerzas para detener la sucesión de gobiernos de izquierda por la vía de la reelección o de la renovación de líderes.
Pero ahora ya no parece ser así, especialmente desde el golpe contra el expresidente Evo Morales en Bolivia en 2019. Pero sobre todo, después de lo ocurrido con Pedro Castillo en Perú. Llama la atención la cohesión institucional que hubo contra el exmandatario peruano y para denostar de las protestas posteriores a su derrocamiento. Así como la campaña feroz que se ha levantado, en poco tiempo, contra Gustavo Petro.
Es decir, la sociedad política liberal y «democrática» latinoamericana, celebró o justificó el derrocamiento de Castillo, y se hizo la vista gorda con la represión desmedida del gobierno de facto de Dina Boluarte. En estos casos, las campañas de judicialización y criminalización ya comienzan a utilizar a las fuerzas armadas y policiales de forma mas determinante y tienen menos miedo de justificar la utilización de la represión.
Ahora se tienden a utilizar tácticas combinadas de neutralización judicial y criminalización mediática, soportadas por una actitud beligerante de las Fuerzas Armadas.
Ya no hablamos de una táctica legal o extra legal, en la que, luego de un ‘impeachment’ o de inhabilitación de candidatos, las fuerzas progresistas quedan en minusvalía para enfrentar un evento electoral que terminaban ganando las derechas —como ocurrió en Argentina en 2015 y en Brasil en 2018—, sino que ya es un mecanismo que, mientras va criminalizando al adversario, en paralelo utiliza las fuerzas armadas y policiales para generar rupturas constitucionales.
Ahora se tienden a utilizar tácticas combinadas de neutralización judicial y criminalización mediática, soportadas por una actitud beligerante de las Fuerzas Armadas. Así ocurrió en Bolivia en 2019, en Perú en diciembre de 2022 y en Brasil, apenas comenzando el 2023. Ahora, lo ensayan en Colombia.
Pero lo más sorprendente es que comienzan a hacerlo desde que las nuevas administraciones, apenas se están acomodando y sin beneficio de duda: empezados los gobiernos, a muy pocos meses, las derechas ya quieren trancar el juego de cualquier manera para así elegir presidentes de facto que terminen los respectivos períodos.
En Colombia, una concertación de sectores conservadores busca hacer un ‘jaque’ a Petro que lo aísle como actor político.
El golpe del bolsonarismo de enero se efectuó cuando apenas había pasado una semana de la toma de posesión de Lula. Castillo no tuvo luna de miel y su administración fue boicoteada desde el día uno y, posteriormente, las Fuerzas Armadas fueron protagonistas en el cambio de gobierno, la estabilización del interinato y la represión a las manifestaciones por la democracia.
Ahora en Colombia, antes de llegar a los diez meses de gestión, una concertación de sectores conservadores no permite que Petro se estabilice, sino que prontamente lanzan una operación de cerco, que pretende poner en ‘jaque’ al mandatario, aislándolo como actor político.
Petro, ¿quieren un nuevo Castillo?
Lo que sucede en estos días en Colombia, y que se produce a partir de la difusión interesada de un «acontecimiento de escándalo» —el ‘impasse’ entre la jefa de despacho, Laura Sarabia, y el exembajador en Venezuela, Armando Benedetti, ahora destituidos—, después del cual, de forma concertada, todo el andamiaje conservador, especialmente feroz en Colombia y representado por el uribismo, pone al presidente en una situación de ultimátum que es justificada solo por el clima de opinión.
No hablamos solo de los partidos de derecha, y de su posible articulación con el centro liberal, sino del perpetuo ataque del fiscal general, Francisco Barbosa, contra el presidente; de la congelación instantánea de la Cámara de Representantes; de las discusiones sobre los proyectos de reforma propuestos por Petro, a las pocas horas de divulgarse los audios de Benedetti; y de la citación exprés por parte del Consejo Nacional Electoral a los implicados.
Todo armonizado, a escasas horas de la divulgación del escándalo y a pocos días de que el Departamento de Estado de EE.UU. diera luz verde a la conspiración, cancelando la visa del ahora exembajador. Como siempre, los medios hacen su parte de agitación y propaganda.
Pareciera que la estrategia derechista no es debilitar a las fuerzas populares en un futuro escenario electoral, sino propiamente acelerar al máximo la caída o derrocamiento del gobierno.
El propio Petro ha acusado que «algún alto funcionario del Estado les ha dicho a ustedes (las Fuerzas Armadas) que desobedezcan al presidente de la República , eso se llama sedición».
Y eso es lo que están vertebrando desde el statu quo colombiano contra un presidente electo democráticamente.
Con este proceso agresivo de cercamiento y bloqueo al gobierno progresista, apenas diez meses después de tomar posesión, pareciera que la estrategia derechista no es debilitar a las fuerzas populares en un futuro escenario electoral, sino propiamente acelerar al máximo la caída o derrocamiento del gobierno, sin importar las consecuencias socio-históricas de dichos actos.
Los audios del escándalo han resultado la señal que los actores de derecha estaban esperando para alinearse y acelerar irracionalmente un proceso destituyente, que como todos sabemos, en el caso colombiano puede terminar en un conflicto violento como el que vivió el país durante la segunda mitad del siglo XX y buena parte de lo que llevamos del actual.
Si la institucionalidad establecida persiste en su movimiento de ‘jaque’ y cierra de manera definitiva el proceso de reformas, entonces no dejará otra opción al liderazgo progresista que convocar a movilizaciones populares, como ya han comenzado a hacerlo este 7 de junio en las plazas en todo el país.
Ya Petro comienza a interpelar a los sectores populares como modo de impedir el cerco que ya se va activando: «Al pueblo es al que le corresponde profundizar esas reformas hasta donde ustedes digan (…) el cambio no consiste solamente en ganar unas elecciones, sino en movilizarse permanentemente».
Este avance, belicoso y arrebatado de la derecha, no permite sino imaginarnos una Colombia más conflictiva, con choques en las calles. La gran diferencia es que, en comparación a la Colombia del siglo pasado, los sectores en lucha ya no están en las lejanas montañas ni forman parte exclusiva del mundo rural, sino que se han incrustado en los sectores urbanos y han producidos redes de organización que han sabido sacudir la normalidad conservadora —estallido tras estallido, desde 2019 hasta la campaña presidencial— prolongando, de manera indefinida, las movilizaciones como método de presión que en su momento terminaron de debilitar al gobierno del expresidente Iván Duque (2018-2022) y producir la primera victoria electoral de la izquierda colombiana.
¿Es este escenario el que viene para Colombia?
Quedan pocos días para saberlo.
Fuente: RT en español