Entrevista a Nora Astorga
«Yo tenía una idea romántica de la guerrilla»
«Cuando yo me metí en el Frente, tenía una idea romántica, una idea casi cinematográfica de lo que era la guerrilla. Yo quería ser una Tania la guerrillera o algo por el estilo . Ahora me da risa. Yo era una rebelde sin causa. Me oponía a todo por oponerme. Sabía que eso no estaba bien, pero no veía nada detrás de casi nada. A los 19 años yo era absolutamente autosuficiente. reo que a esa edad uno se siente en el pico del mundo y yo no fui una excepción, pues. Por eso yo le guardo tanto afecto a Oscar Turcios; él me metió en el Frente. El supo ver, detrás de toda esa fachada de autosuficiencia y liberalismo, que había en mí otras cosas. Y fueron esas cosas las que me ayudó a desarrollar.
Uno empieza de a poco y llega un momento en que vos sentís que ya sos parte de algo mayor. Entonces el camino se hace sencillo. Muchas mujeres me ven a mí, nos ven a nosotras, que hemos llegado a tener mas desarrollo político, como unas super-mujeres porque hemos podido hacer un montón de cosas. Pero hay que mirar atrás y ver cómo empezó todo. El crecimiento de uno es una cuestión muy lenta y muy de día a día. Cuando uno se pone a pensar en todo lo que ha hecho… De repente me gusta hacerlo. Siempre es bueno el mirar atrás. Para mí siempre ha sido muy importante.»
«Las monjas me abrieron los ojos»
«Desde pequeñita, mi abuela me ayudó mucho. Mi abuelita me decía una serie de principios que aún hoy son para mí valores. Ella decía: «No midás a la gente por lo que tiene sino por lo que vale». Ella decía: «Siempre hay que tratar de ver lo que hay dentro de la persona y no fijarse sólo en las apariencias». Yo viví con ella durante un tiempo y mucho aprendí de ella. También aprendí a mi papá, que era militar, guardia de Somoza. De él aprendí en sentido negativo. El choque tan seguido con sus ideas me fue ayudando a aclarar las mías propias y eso me fortaleció.
Pasé 11 años en un colegio de monjas. con todas las deficiencias que en aquel tiempo tenían las religiosas que a mí me educaron -las teresianas- tuvieron la enorme virtud de acercarnos a un a realidad distinta a la que vivíamos en nuestro medio social. El haber ido desde pequeñita a dar catecismo en los barrios marginados de Managua y haber convivido allí con una realidad distinta a la mía, me fue creando toda una serie de inquietudes sociales. Fueron las monjas las que a mí me abrieron por primera vez los ojos a una realidad que yo no conocía.
Como todas las niñas que hacen ese tipo de tareas, yo las vivía como generosidad cristiana, como un apostolado. De ahí fueron naciendo preguntas políticas y sociales y comencé a cuestionar el mundo en el que vivía. Y al cuestionarlo, comencé a encontrar una resistencia en mi casa, porque mi familia me decía que todo está bien y que no hay razón para querer hacer un cambio. Uno empieza a hacerse preguntas de forma muy ingenua y empieza por la generosidad individual. Pero llega un momento en que decís: esto no es suficiente, no es cuestión de sentir la conciencia tranquila, no das mucho cuando lo que das no es capaz de cambiar la sociedad.
Venía de mi labor en los barrios, de mi «apostolado», como le decíamos, y mi papá me alegaba: «Vos sos comunista». Pero ¿qué es eso? -le decía yo-. No sé de qué me estás hablando». En aquellos años, yo sólo era una muchacha católica que estaba cumpliendo como buena cristiana, que comulgaba diario, que iba a misa diario, que hacía los primeros viernes, que era hija de María. Y que hacía su labor social. Hacer labor social era una consecuencia de lo que yo creía y yo siempre he tratado de ser consecuente.
Yo no tenía ningún tipo de concepción ya no digamos marxista sino ni siquiera política. Honestamente, ni entonces ni después cuando ya estaba el Frente, yo no tuve ninguna formación marxista. Estudié el sandinismo y sus valores, estudié la realidad para de ahí ir sacando las respuestas, pero no estudié nada de marxismo. Después he querido leer, entender mejor, pero ya no había caso. Mi ignorancia en marxismo es bastante grande.
Después de once años en un colegio católico, seguí estudiando siempre en universidades católicas. Esa formación tuvo una influencia fuerte en mi vida. Lo que pasó es que cuando la primera huelga en la UCA y la primera toma de iglesias yo llego al colegio a buscar apoyo de las alumnas de las monjas, pero las monjas me dijeron: «Eso no fue lo que te enseñamos». Eso es el resultado de la educación de ustedes, no que quejen, yo no he tenido mas influencia que la de ustedes…», les decía yo. Pero ellas no estaban de acuerdo con mi conclusión y me reclamaban que yo no era una buena teresiana. Lo que pasa es que ellas no sacan las consecuencias de lo que se enseñan. Todo eso me fue apartando del colegio y de las monjas, pero siempre les guardé un especial afecto. Y ahora pienso que debo reconciliarse con ellas, porque les agradezco la formación que me dieron. Mis valores centrales se los debo a ellas… y mis deformaciones centrales, también se las debo a ellas.
No me bastaba el «apostolado». Tenía muchas preguntas. En realidad, yo me fui acercando al Frente por un sentido de vacío, por falta de un sentido de la vida, que no encontraba en los círculos en los que me movía. Busqué mucho. Pasé mucho tiempo tratando de encontrar una vía.
A los 16 años empecé a ver en el Partido Conservador una posibilidad de cambio. Y empecé a involucrarme en la campaña electoral de Fernando Agüero. Eso me trajo grandes problemas en mi casa, porque toda mi familia era liberal: mi abuelo un general liberal, mi papá un militar liberal, somocista. Y yo diciendo que quiero ser conservadora. Estaba rompiendo la tradición familiar. Estos choques me ayudaron a ir entendiendo lo que yo misma quería. El día de la traición de Agüero, cuando se da la manifestación en favor de este señor, que terminó con tantos muertos, yo estaba bien cerca. Tanta gente que yo conocía, tantos compañeros que salieron golpeados, presos… Aquel día la traición de Agüero yo la sentí muy en carne propia y me dije: esto no soluciona nada. Para entonces mi papá tenía un enorme temor conmigo y decía que yo era una loca y una «irresponsable total». Y decidió mandarme a los Estados Unidos porque «eso te hará más consecuente». Ahí nomás de la traición de Agüero me alistó el viaje. Era la primera vez que salía de Nicaragua. Yo era una niña provinciana. Y después de tantos años, creo que nunca he logrado perder el provincianismo».
«Recuperé a Sandino y entré al Frente Sandinista»
«Del 67 al 69 lo pasé en Estados Unidos. Decidí estudiar medicina porque creía que ésa era una de las profesiones que me podía dar la posibilidad d trabajar por el cambio social. Fue una locura. Yo era incapaz de abrir un animalito. Sufría. Y si no puedo cortar un animalito, ¿cómo voy a cortar a una persona? Iba a un hospital y me sentía tan mal… No podía manejar el dolor humano. Hasta que un día el tutor me dijo: «Mire, me da la impresión de que usted no tiene muchas cualidades para esto. Búsquese una profesión distinta». Me sentí aliviada.
Lo más importante en Estados Unidos no fue tanto el estudio sino la experiencia de vida que esos dos años me dieron. Yo estaba en Washington cuando mataron a Luther King. No puedo olvidar la reacción de los negros. Lo que más me impresionó de los Estados Unidos fueron los contrastes de esa sociedad y sobre todo, el racismo. Ese racismo que yo nunca había conocido en Nicaragua. Cosas como ésta fueron profundizando mis inquietudes. Y me nació la conciencia. Conciencia de que no sólo en mi país las cosas andaban mal, sino que algo andaba bastante mal por todos lados.
Cuando regresé a Nicaragua fue casi como natural que aunque no conociera directamente al Frente, empezara a mirarlo como una opción. Una opción de lucha, una opción honrada que nada tenía que ver con el somocismo. Una opción con una larga historia. Comencé a estudiar a Sandino.
La información que yo tenía sobre Sandino la había aprendido en mi familia somocista. A mí siempre me hablaron del Sandino de la imagen gringa: el bandido, el que arrasaba con las cooperativas en el norte… Ese era mi bagaje. Para conocer al verdadero Sandino lo primero que leí fue «El pequeño ejército loco», de Gregorio Selser. Allí fui entendiendo un poquito de cosas. Creo que todos nosotros pasamos por ese libro.
Alfonso García, compañero de una amiga mía de colegio, fue el que me abordó y me captó para el Frente. El fue el que me empezó a puyar. Después en la universidad, cuando yo estudiaba derecho, fue Carlos Agüero. Hablaba mucho conmigo. Pero como a lo 6 meses Carlos se fue a la guerrilla. Cuando entré en el Frente me tocó trabajar con Oscar Turcios, que era miembro de la Dirección Nacional y que en ese tiempo estaba entre Managua y León. El fue mi primer responsable. Y mi primera responsabilidad en el Frente fue ser correo de Oscar, transportarlo, buscarle casas de seguridad. Trabajé con él desde el 69 hasta el 73.
Una de las primeras cosas que aprendí en el Frente fue que los trabajos son diferentes, pero que todos son igualmente importantes. Oscar me enseñó lo decisivo que son los trabajos de hormiga, los que no se ven. El mío era de esos y le permitía hacer a él una serie de cosas importantísimas para la lucha.
A penas conocía a Carlos Fonseca. Sólo lo vía una vez. Pero en el Frente siempre estaban presentes su ejemplo, sus valores. No lo veíamos, pero tenía una presencia enorme. Entre nosotros las líneas de vida, los ejemplos, las enseñanzas políticas eran de Carlos. Había algunos escritos de él pero más que por los escritos, lo de él nos llegaba por tradición oral. Tenía un liderazgo unánime.
Después de la primera huelga de Catedral, en el 72, conocí a Jorge y a los 3 meses nos casamos. Ahí empezó un tiempo en que mi participación empezó a bajar. El matrimonio duró 4 años. Me ayudó a crecer y a madurar, pro en el 76 nos separamos. Ya no funcionaba.
De nuevo, empecé a cuestionarme, con la misma pregunta que me hice a los 19 años: ¿estoy dando lo que debo dar y haciendo lo que debo hacer o simplemente estoy tratando de calmar mi conciencia con cositas pequeñas donde no arriesgo mucho o donde no arriesgo absolutamente nada?
La separación de un matrimonio implica de por sí una decisión de vida bien importante. Empecé a buscar. ¿Qué quería hacer con mi vida? ¿Voy a seguir siendo una ejecutiva de una empresa con buenos ingresos, con buena posición? ¿Me voy a conformar con vivir cómoda, tranquila, con dinero, casa, carro, simpática, agradable, inteligente…? No podía ser. No era justo. No era consecuente con lo que yo pensaba y con lo que había vivido antes. Llegó de nuevo la inquietud. Y esa inquietud venía de los que habían muerto. Venía del ejemplo de gente con mayor compromiso. De Oscar, que había caído en el 73. De Ricardo Morales, de José Benito Escobar, al que yo había transportado también… Pensaba en los compañeros que estaban en las montañas y me decía: no, no puede ser que gente tan maravillosa como ellos luche y muera y uno se quede sin hacer nada, acomodado, con la situación resuelta. En estas inquietudes pesaba mi influencia cristiana. Para mí todo esto era una cuestión de vida, de decencia. La vida no puede ser la comodidad, el dinero. No nacimos para tener bienes materiales…
Para entonces yo estaba separada de lo que era la Iglesia. Hasta hoy he entendido que mi ruptura no fue por la fe en Dios, porque eso es algo muy personal, de tu vivencia, de tu historia, de tu vida… Mi ruptura fue por la actitud de la mayoría de sacerdotes que yo conocía en aquel tiempo. No entendía entonces que el que representa a la Iglesia no es necesariamente la Iglesia. Desgraciadamente tiene una influencia que puede apartarte de todo lo que vos creés y terminás pensando que la fe es una mera fórmula, que no es genuina, que son ritos mágicos, que en el fondo no hay nada. Eso fue lo que me pasó a mí. Fue hasta mucho tiempo después que aprendí a separar a la Iglesia de su representante. Y eso se lo debo sobre todo a Miguel D’Escoto, porque él me volvió a replantar todo. El y una serie de sacerdotes, que los mirás comprometidos. Y en eso estoy todavía: habiéndome preguntas sobre mi fe en Dios».
«No me sentí culpable con el operativo para ejecutar a «el Perro»
«El grupo social en el que yo nací, en el que viví, en el que me manejaba entonces me parecía tan superficial… Fue el Frente el que dio sentido a mi vida, el que me dio el sentido de pertenencia a algo, el sentido de compartir valores, objetivos, ideales. Eso te hace muy fuerte. Porque ya no sos vos sola la que camina, siempre llevás a un compañero al lado.
Volví al Frente. Hubo un momento que fue para mí de gran importancia: el asesinato de Pedro Joaquín Chamorro. Y no fue su muerte misma, con todo y que yo conocía a Pedro. Lo que me marcó fue ver la gente volcarse en las calles y sentir que así no se podía vencer a la dictadura. Yo estaba ese día por El Dorado, en un carro… Y esas cosas que tenés de repente, que te abren el coco. Como una revelación en la que vos entendés. Y entendí por fin que la lucha armada era la única solución, que n rifle no se puede enfrentar con una flor, que estábamos en las calles pero que si esa fuerza no se organizaba no hacíamos mucho. Para mí fue la certeza de que o yo tomaba las armas y tenía un compromiso total o nada iba a cambiar.
Después vino la oportunidad del operativo del «Perro». No fue más que la consecuencia de una decisión personal que ya había tomado. Y que la fui tomando poco a poco. Porque nunca se toma una gran decisión de un solo. Son las pequeñas decisiones que vos vas haciendo cada día las que te hacen ser consecuente con lo que vos pensás. Una decisión así te toma muchísimo tiempo, pero cuando la tomás das un salto y empieza una nueva etapa.
La decisión para el operativo del «Perro» fue importante. De esas que marchan toda tu vida. Para hablar del operativo del «Perro» Pérez Vega hay que ir un poco atrás. En ese tiempo, yo era el abogado y a la vez jefe de personal de una compañía constructora de las más grandes que habían en Nicaragua. Eso me daba un manto y una cobertura muy amplios. Me relacionaba con los círculos ministeriales de gobierno, y también con la Guardia. La compañía en sí casi no trabajaba con la Guardia, pero sucedió algo particular si querés: que ese señor, ese general -porque el «Perro» era general de la Guardia Nacional- poseía una cantidad de manzanas de tierra cerca de un reparto de la compañía constructora donde yo trabajaba. Y él demostró interés en desarrollar ese inmueble. De allí nacieron mis primeras relaciones de trabajo, pues.
El tipo naturalmente tenía fama de mujeriego, y como el clásico guardia trataba de conseguir por las buenas o por las malas a la mujer que se le antojaba, como y cuando a él se le ocurriera. Entonces era importante que yo tuvieran un cuidado absoluto en ese sentido. cada vez que tuve que ir a su oficina lo manejaba así, con muchísimo cuidado: cordialmente, pero con una frialdad terrible. Ha sido una de las cosas más difíciles que me ha tocado hacer.
Cuando vino mi divorcio, cuando él supo que yo ya estaba divorciada, como el clásico machista latinoamericano, dijo: «Esta mujer es presa fácil». Y empezó con una política agresiva de enamoramiento. Fue entonces que se lo planteé a mi compañero responsable: Mirá, yo creo que este señor está en una posición en que podríamos conseguir que él fuera al lugar que nosotros quisiéramos, para sacarle algún tipo de información». Me dijo: «Manténlo interesado, y nosotros te vamos a avisar cuando tengamos analizada la situación. A ver qué provecho podemos sacar».
Así se desarrolló el asunto. Me sentía como que estaba caminando en una cuerda floja. Por un lado tenía que dejar entrever que estaba dispuesta a dar, y por otro mantenerme en una posición de no dar hasta que yo no quisiera. Tal vez en el fondo esa actitud mía ayudó a mantener el interés que él podía sentir. Pero llegó el momento en que ya se hacía insostenible la situación: cedía yo o rompía. Porque ya no podía seguir alargando la espera. Ya él se había puesto incluso en un plan de «sí o no». Recuerdo que le puse como excusa última: «Mire, usted sabe que estoy dispuesta, pero va a ser a mi manera. Yo nos soy una mujer como las que usted está acostumbrado a tratar. Soy una mujer independiente y tengo derecho a escoger con quién, dónde y cuándo». Por lo tanto aceptó mi respuesta. Y entonces los compañeros tenían el plan terminado.
Originalmente se concibió como un secuestro, para intercambiarlo por presos políticos -había muchos valiosos elementos de la organización presos en aquel momento-. El plan era citar a este señor a mi casa en un día determinado. En la casa iban a estar tres compañeros: uno en un closet grande que daba al cuarto principal, otro en el cuarto de enfrente y otro en un cuartito pequeño. teníamos una contraseña. Yo debía desarmarlo, que él no sospechara nada, tenerlo totalmente indefenso, agarrarlo y dar la voz -la consigna, pues- para que los compañeros entraran en acción.
El llegó simplemente a lo que iba. Nada de traguitos ni de pláticas previas. Ningún tipo de sutileza o delicadeza que usan los varones de vez en cuando, ¿no? Llegó y: «Aquí estoy. Vamos ya». «Pero, bueno, ¿no se va a tomar un trago?» «No, no, no. ¿Para qué?» «Ah, bueno pues. Si no quiere, es cosa suya». Y así empezó. Nos fuimos a la habitación enseguida.
Yo lo desarmé. Y me quité todo lo que andaba encima, ¿no? Hice tal y como habíamos planeado. Los compañeros salieron y lo inmovilizaron. El presentó resistencia fuerte. Era un hombre de unos 45 -tal vez 50- años, pero de una contextura bien fuerte. Empezó a pegar gritos a su escolta, pero la escolta no oía, pues. Fue cuando yo fui al garage a traer un carro que tuvieron que matar al «Perro». Ofrecía demasiada resistencia y hubo que ajusticiarlo.
Fue una decisión difícil. Yo sabía que después de aquello no podría regresar a mi vida, que no podría regresar con mis hijas -una tenía 6 años y otra 2- y eso era lo que más me costaba. Sabía que después de aquello tendría que irme clandestina. Y en aquel tiempo el triunfo no se veía nada cercano. Desde el comienzo del plan los compañeros me habían hecho ver todas las malas interpretaciones que se podían dar sobre mí, lo que iba a ser la clandestinidad, todo. No, no fue una decisión romántica.
A veces me pregunto por qué no tuve sentimientos de culpa después de lo del «Perro», cómo pude yo digerir una cosa así tan fuerte sin sentirme culpabilizada. Creo que por tres cosas. Lo primero porque el operativo se pensó no para matarlo sino para un secuestro. Lo segundo porque yo no estaba presente en el momento en que él murió. Y lo tercer porque él representaba la represión. El era en la práctica el segundo hombre de Somoza, el que manejaba todas las operaciones de limpieza en el norte, el que estuvo involucrado en masacres en Masaya. Era realmente un monstruo. Tomé su muerte como parte de la lucha por la liberación y ya sólo me acuerdo de eso ¡cuando me lo recuerdan los periodistas!
De ahí, a los tres meses, me mandaron al Frente Sur, a la guerrilla. A mí me daba terror lo militar. Por mi papá le tenía un gran rechazo y las armas me daban miedo. En la guerrilla estuve 8 meses. Fue una etapa definitiva en mi vida».
«En la guerrilla fui una alumna»
«En el frente guerrillero me tocó ser responsable política de escuadra. Y estuve que aprender a combatir. Realmente, me aterrorizaba el uso del arma. Y cuando llegué le dije al compañero: «Mirá, voy a hacer de todo, pero a mí no me pidás que agarre un rifle porque no puedo, pues». Me acuerdo cuando tuve por primera vez una pistola en las manos ¿Y qué hago yo con esto? Mi primer disparo… Lo mismo. Te vas acostumbrando. Y después del primer combate empezás a tener una relación muy especial con tu arma porque sabes que de eso depende tu vida, la vida de los compañeros. Y en aquel tiempo, de eso dependía también la vida de Nicaragua. Así se te van quitando los temores. Tanto, que a mí me llegó a gustar la vida militar y después del triunfo con gusto me hubiera quedado en el ejército.
Teníamos entrenamiento militar por la mañana y en la tarde trabajo político en círculos de estudio. Básicamente hablábamos de la realidad, de las condiciones del país, de la plataforma de lucha sandinista. Teníamos mucha información de lo que estaba pasando en otras partes de Nicaragua y estábamos informándonos y formándonos al mismo tiempo. Hablábamos mucho de los objetivos de nuestra lucha: la educación, la mujer, la salud, la Costa Atlántica, los derechos fundamentales… Todo lo que queríamos para el futuro.
Más que maestra yo fui allí una alumna y quienes más me enseñaron fueron los campesinos. Lo que yo sabía en teoría en ellos era vigencia. Resultaba una experiencia extraordinaria ver cómo se llegaban a fusionar las experiencias de cada uno y desaparecían las diferencias. Compartir con alguien el no comer, la lluvia, el peligro, la posibilidad de la muerte, te va dando un sentido de grupo muy fuerte, un sentido de solidaridad humana que yo no he vuelto ha sentir en ninguna otra época de mi vida.
En ese tiempo me tocó compartir la covacha con Gaspar García Laviana. Yo lo conocía hasta entonces, cuando ya era cura-militar, cura-guerrillero. para mí fue un compañero, un amigo; tuve con él una relación inolvidable. Yo estaba entonces embarazada de mi tercer hijo. Hacía todo, como todos, pero me cuidaban. Sin paternalismos, pero me cuidaban. Me buscaban guayabas, por ejemplo, y si aparecía una fruta siempre me la daban a mí. Gaspar me cuidaba mucho también, por el niño que iba a nacer. Recuerdo que una vez me dijo: «Puede que yo no llegue al triunfo. Pero si vos llegás a llorar cuando yo me muera, me voy a poner molestísimo. Lo más que te permito es que me llevés alguna que otra vez unas florcitas, pero que sean del campo. Y nada de andar llorando, que yo voy a estar siempre metido en esto».
Tanto me impresionó la muerte de Gaspar que no pude llorar. Cuando me lo dijeron me quedé impasible y todo el mundo que sabía el gran cariño que yo le tenía me preguntaban pro qué no lloraba. Cuando después del triunfo vinieron sus papás aquí a Nicaragua yo no fui a verlos. No tenía fuerza. Realmente, yo no pude digerir la muerte de «Martín».
Fue hasta dos años después que fui con mi hijo a Tola, en donde él fue párroco. Llegué, me senté en la iglesia y me empecé a imaginar a Gaspar allí, en su iglesia, de sacerdote… Es una iglesia tan bonita, toda encaladita. Después salí a ver su tumba, que está allí mismo. Y lloré. Lloré no sé cuantas horas. Mi hijo me decía: «¿Por qué lloras, mamá?» Le dije que estaban llorando a un amigo que había muerto hacía dos años y que hasta entonces no había podido hacerlo. Y es que cuando tenés un sentimiento muy fuerte no encontrás la forma de expresión. El dolor lo llevás ahí y te sale sólo cuando ya sos capaz de enfrentar el dolor. Yo sé que a Gaspar no le hubiera gustado que yo llorara, pero… ¡También fue muy injusto de parte de él el darme esa orden!
En el Frente Sur participé en varios combates. Primero estuve en una escuadra médica, después fui fusilero de la escuadra de morteros y después una simple combatiente. Me tocó ver morir a compañeros, cómo no. La cercanía de la muerte enseña mucho.
Yo no es que tenga una gran experiencia militar y ahora nuestra guerra es muy distinta a la que yo viví entonces, pero con un poquito de entrenamiento, claro que estoy dispuesta a volver a combatir. Si vienen los gringos, yo volvería a combatir. Contra ellos».
«Fue un trabajo difícil enjuiciar a los somocistas»
«La vida es como una cajita, donde uno va sacando y metiendo cosas, donde uno quita y pone las cosas que sirven y las que no sirven. La etapa militar me ayudó mucho a separar bien las cosas.
El 19 de julio de 1979 yo estaba en San José. Mi hijo había nacido en abril y al final del embarazo me habían sacado para Costa Rica, para hacer allí trabajo de propaganda. Regresé volada para Nicaragua.
De la primera etapa de la revolución la sensación más fuerte que conservo fue la de la libertad. Caminar libre por las calles y encontrarme a un montón de gente que hacía tiempo que no veía. Todos vivimos un año, un año y medio, donde ni el comer ni el dormir tenían un lugar porque no eran necesarios. Teníamos tantas cosas dentro y tanto teníamos que hacer que los parámetros de la vida se rompieron y nada tenían que ver con lo anterior. Fue una especie de sueño, pero no porque viviéramos fuera de la realidad sino porque sentíamos que era un sueño haber vencido a Somoza. La vida tuvo dimensiones diferentes. Yo no puedo explicar esto en palabras.
No teníamos nada. Te daban un trabajo y tenías que ver desde conseguir la casa y la gente para hacerlo hasta inventarte los mecanismos. De la nada. Te decían: «Vos sos la responsable». Y tenías que buscar cómo hacer. Todo estaba bajo tu responsabilidad y no tenías ninguna experiencia. fue una etapa extraordinaria. Lo hicimos de la nada.
Mi primer trabajo fue ser por una semana Viceministro de Justicia. Después me hicieron responsable de finanzas del recién creado ejército. Eso lo hice desde julio hasta octubre, cuando me encargaron ser fiscal en los juicios a los somocistas que cayeron presos.
A nivel humano, el trabajo de la fiscalía fue bien duro. Yo tenía delante los expedientes de los guardias y veía claramente sus crímenes, pero por el otro lado tenía también delante a la familia de esos guardias. Los guardias de bajo rango eran gente muy pobre, gente que eran la fuente de ingresos de su familia. Y llegaba la mujer, con su panza y con sus chavalos desnutridos, a pedirme clemencia… En esos momentos yo hubiera querido que ese guardia no tuviera crímenes para poder decir: okey, ahí esta, llevatelo… Recuerdo a una señora embarazada que durante un mes se paró todas las mañanas a la entra de mi oficina. No me decía nada. Yo ya sabía. Diario estaba ella, con su panza y su muchachito. Y su marido estaba bien pegado, era responsable de crímenes… Yo buscaba alternativas, fui al barrio para que la ayudaran económicamente, pero… Pasé el caso a los tribunales, lo acusé y lo condenaron. Era duro, porque tenías que partirte entre lo que sentías y lo que debías hacer.
Trabajé un año y dos meses en eso. No sólo me tocó presentar los cargos contra los somocistas sino que tuve también la responsabilidad de firmar la orden de libertad sin pasarlos por el juez cuando encontrábamos algún mérito, alguna razón.
A mí me tocó cerrar esos tribunales especiales. Cubrí toda esta primera etapa de la justicia revolucionaria. en ella conocimos alrededor de 6 mil casos. A unos mil 200, mil 400 somocistas les dimos la libertad sin pasarlos a los tribunales. Después hubo otras amnistías por enfermedad y por razones familiares. El mayor porcentaje de los somocistas juzgados fue sentenciado a 5 años. Un 11% tuvo sentencias entre 5 y 10 años. Y a la pena máxima de 30 años se sentenció a un 12-15%. Los que condenamos a entre 1 y 5 años ya salieron todos de la cárcel. He dado seguimiento a los que acusé y después salieron para ver qué ha pasado con ellos. Con algunos de los que les di la libertad me equivoqué, porque después llegaron pruebas que demostraban que eran criminales. Otros se fueron a la contra. Pero la mayoría de los condenados que han ido saliendo se han ido a su familia, trabajan y están tranquilos.
Esto ha sido una revolución en la que no se dio lo que se dio en otros lados: una matancina de gente por la libre. Para mí una de las cosas mas interesantes y más lindas en aquellos días era ver a la gente que llegaba a entregarnos a los guardias: «Mire, este es un criminal y anda suelto». Y te lo entregaban. Nunca hubo en nosotros un ánimo de revancha sino sólo de deseo de hacer justicia. Teníamos un grupo de compañeros que iba a los lugares donde el guardia había vivido para obtener información, investigar por qué se hizo guardia, cómo se había comportado, que había hecho… Yo no digo que no hayamos cometido injusticias. Es difícil ser justo en un ciento por ciento, pero hicimos un esfuerzo enorme por serlo.
Nuestro pueblo no es rencoroso. Los nicaragüenses no somos gente que anda guardando resentimientos. Más que todo aquí hay amor y generosidad. Eso no quiere decir que a la hora de las piedra pómez no seamos duros y firmes, pero no abundan entre nosotros los sentimientos negativos».
«Soy testigo de la solidaridad que tiene Nicaragua»
«De los tribunales vine aquí, a trabajar cinco años en la Cancillería. Con el peso de la guerra y con el peso de mi ignorancia, sobre todo. Porque yo no tenía ni idea de lo que era la política exterior ni tenía nada de diplomática ni sabía nada de ese rollo del protocolo y las relaciones. Nada, pues.
Empezó mi aprendizaje. En realidad, toda mi vida ha sido un constante aprendizaje. Aquí aprendí de Miguel, de Daniel, de Víctor Hugo, de todos los otros diplomáticos. Y poco a poco me fue gustando. Porque me di cuenta que la diplomacia no es más que una constante negociación. Y a mí, cuando era abogado, lo que más me gustaba era la parte de la negociación, de la contratación.
La ventaja de mi trabajo es que nosotros tenemos una política exterior de principios. Y eso facilita mucho. Si vos tenés claros los principios y los intereses de tu país, con eso te basta. Yo tengo amigos que me conocen desde hace mucho tiempo y cuando me encuentran me dicen: «Mirá, no me explico cómo vos podés ser diplomática». Yo tampoco me lo explico. Me decía hace poco la Malene Chow: «Vos siempre has dicho lo que pensás y en la forma que te da la gana. ¿Cómo podes ser diplomática?» Y es que yo sigo diciendo lo que siento. Sólo he aprendido la forma de decirlo. La gran ventaja de representar a Nicaragua es que ésta es una revolución de principios, que basa su política exterior en los principios. Por eso, nunca te ves obligado a mentir, a decir una cosa por otra, a disimular. Creo que pocos diplomáticos tiene esta posibilidad.
También me ha interesado mucho el poder acercarme a otras áreas del mundo. El proceso de Contadora me ha apasionado. Estuve en el nacimiento de Contadora y en su primera etapa y eso fue un gran aprendizaje para mí. Después, cuando ya pasé a Naciones Unidas he seguido aprendiendo. La ONU es, en sí misma, un foro de negociación y eso me interesa mucho. También la posibilidad que tengo allí de aprender a fondo sobre otras realidades. Especialmente, las realidades del Tercer Mundo. Porque, independientemente de las diferencias que podamos tener entre nosotros, todos somos países pobres, todos hemos sido explotados, todos hemos estado intervenidos. Por eso hay una solidaridad y una comunicación mayor.
Soy testigo de la solidaridad que Nicaragua tiene en todos los foros internacionales. Hay países que no tienen nada que ver con nosotros pero que nos miran como un país pequeño y agredido que tiene una política de principios y por eso sienten que deben apoyarnos.
Se habla mucho de la ideología sandinista. Para mí, lo principal del sandinismo es que es nacionalista, antiimperialista. Por otro lado, creo que nosotros tenemos un altísimo grado de pragmatismo. No buscamos cómo copiar de nadie, tratamos de tener un conocimiento de nuestra realidad y encontrar respuestas y soluciones de acuerdo a lo que somos. No buscamos hacer lo que es ajeno a nuestras raíces históricas. Para muchos países del Tercer Mundo representamos la posibilidad de hallar una vía distinta para la superación de los problemas de la pobreza. Y nuestro anti-imperialismo no es un anti-Estados Unidos. Es la reacción de un país pequeño que no cree en el concepto de «soberanía limitada» y aspira a ejercer su soberanía plena sin tener que sufrir la dominación sólo porque otro país tuvo la suerte de ser grande, rico y poderoso.
Cuando me mandaron de embajadora a la ONU lo que más me costó era pensar que tendría que vivir fuera de Nicaragua. Le dije a Miguel: «Mirá, yo soy como esos árboles grandotes que tienen las raíces bien metidas en la tierra y que si vos los arrancas y los trasplantas a un ambiente diferente se te secan, pues». Le decía que eso me iba a pasar. «No, ya vas a ver, no te vas a secar», me decía él. Es bien difícil vivir fuera y no solo por las responsabilidades del trabajo que tenés allí sino por la falta que te hace esto. Nicaragua es un país en donde vivís constantemente en contacto con la realidad. En los Estados Unidos no es así».
«Me es difícil comprender a los Estados Unidos»
«En la ONU hemos tenido tantos momentos de tensión que me resulta difícil decir cuál fue el más grande. Mi primer discurso público en el Consejo de Seguridad me costó mucho. Recuerdo que la primera vez en mi vida que tuve que hablar en público, a los 19 años, en la universidad, temblaba de arriba a abajo. Y es que hablar en publico nunca ha sido uno de mis fuertes. Ya he aprendido algo, pero se que nunca voy a ser una buena oradora. He aprendido a transmitir los mensajes que quiero transmitir y a hablar de una forma coherente, a decir las cosas correctamente, sin soltar una barbaridad. Me ha costado aprenderlo. Porque leer un discurso es fácil pero improvisar ahí en Naciones Unidad, enfrentarme con Vernon Walters… No es fácil, aunque siempre siento la ventaja de que nosotros tenemos la razón política, moral y jurídica. Pero eso no te quita el miedo.
Mi relación personal con Vernon Walters ha sido normal. Le hablo cuando nos encontramos, no tengo mayores problemas con él. Yo diría que a nivel puramente personal yo no he vivido la gran tensión Estados Unidos-Nicaragua. La guerra de agresión no se ha traducido en agresividad de los representantes norteamericanos contra mí. Cuando discutimos en el foro de la ONU, claro que hay tensión, pero no la hay fuera de ahí. Yo me he movido libremente por los Estados Unidos, me han invitado universidades y organizaciones católicas a hablar y no he tenido nunca mayores problemas.
Yo creía que entendía y conocía a los Estados Unidos. Y he llegado a la conclusión de que ni los entiendo ni los conozco. Es una nación muy difícil de comprender. Ahora estoy estudiando para tratar de entender la dinámica de esta sociedad, tan diferente a la nuestra. Pareciera que Estados Unidos es un conjunto de países en una nación. Las diferencias entre una parte y otra del país son enormes, pero encuentro que el norteamericano promedio es un ser capaz de una gran generosidad aunque con un nivel de desinformación muy tremendo. Toda la sociedad parece estar dirigida a ocultarle a la gente las cosas importantes o a hacer que la gente no se interese por las realidades que van más allá de su pequeño mundo. Por eso yo admiro tanto a los norteamericanos que luchan por los derechos civiles de las minorías, por el desarme, por la desnuclearización, por Centroamérica… Las condiciones para estas luchas no son nada fáciles allí.
Conozco muy poco a los Estados Unidos y todavía me falta mucho por entender. Por eso estoy estudiando la historia de los Estados Unidos y quiero estudiar su literatura. Claro que no me voy a meter ahora en una universidad. Pero tengo que leer, leer bastante para ver cómo logro una imagen y un conocimiento mayor de cómo son ellos, de lo que está pasando.
Veo diferencias por ejemplo, en el tema de la mujer. Nuestra sociedad nicaragüense es machista, eso es claro. La mujer nica -como el hombre nica- es viva e inteligente y tiene la capacidad de dar y de reclamar. Pero históricamente, la sociedad nos ha jodido más a nosotras, nos ha dado menos oportunidades. Es una historia de siglos, de milenios de explotación, de la que hemos ido sacando una imagen de nosotras que no es real. Pero como en nuestra sociedad, por tantas razones, el hombre ha tenido una paternidad irresponsable, a la mujer le ha tocado hacer frente a la vida y mantener a sus hijos. Eso ha hecho que nuestra mujer real no sea la que se sienta ante la tragedia a llorar, la mujer apática. Eso lo vimos en la lucha contra la dictadura. Yo le decía a Margaret Randall cuando estaba escribiendo sobre nosotras: «No escribás sobre las que nos hemos hecho famosas. Escribí sobre las mujeres que escondían las bombas de contacto en su delantal y burlaban a la guardia con su astucia». La mayoría participó así y así fue como hicimos la revolución, con esas mujeres.
En el Frente hay machismo, claro. Sería ilógico que no lo hubiera. pero en el Frente siempre se le dio a la mujer la oportunidad de participar. Claro que el machismo va mas allá de esa oportunidad. Es un problema de educación y no lo hemos erradicado ni en los años que tenemos de lucha ni en los años que tenemos contra él los hombres y también las mujeres.
Porque a veces nosotras somos mas machistas que ellos y educamos diferentes a nuestras niñas que a nuestros niños. Es un problema bien complejo. Estamos en camino: el hombre aun no ha superado el temor a que su mujer tenga una vida propia y todavía no esta dispuesto a aceptar lo que yo llamo una «mujer-individuo», la que tiene responsabilidades fuera del hogar. Por otro lado, la mujer ya no está dispuesta a quedarse entre las cuatro paredes de su hogar. Por eso con la revolución han venido tantos divorcios, tantos problemas de las parejas.
Nuestro machismo es arraigado. Pero yo veo que nosotros no tenemos una sociedad sexista. Y eso es lo que hay en los Estados Unidos: una sociedad sexista, que discrimina por el sexo.
Muchas cosas me han costado para adaptarme a esta tarea de la representación diplomática en los Estados Unidos. Una que mucho me cuesta es el protocolo. Yo le decía una vez al Comandante Ortega que mi trabajo no sería tan difícil si yo pudiera usar blue-jeans en la ONU. Pero definitivamente, no puedo!. Parece una cosa tonta, ¿verdad? Pero eso de tener que vestirte todos los días de «saco y corbata» me cuesta mucho. Cada vez que llego a Nicaragua y me los pongo, ya me siento en mi patio. La diplomacia sería distinta si pudiéramos vestirnos como nos gusta, ¿no?»
«No tengo derecho a cansarme»
«A veces he querido escribir sobre algunas experiencias. No necesariamente vivencias propias, sino algunas ideas que tengo sobre un montón de temas. Sobre el tema éste de la mujer, por ejemplo. Pero nunca hay tiempo. Siempre estamos en una situación tan de tensión con la guerra que lo único que hacés es tratar de ver cómo salir adelante y después… el tiempo ya no aparece para nada más.
Pero hay que recordar. Tenemos obligación de recordar todo lo que hemos pasado y todo lo que ha significado esta revolución. Si se te olvida que ésta es una historia de lucha colectiva, donde tantos han muerto ya, no puedes seguir adelante, ni enfrentar las dificultades. Algunos nos critican y dicen que los sandinistas tenemos un culto a los muertos. Pero es que los muertos son parte de nosotros, son nuestra fuerza vital, los que nos acompañan y ayudan. ¿No están siempre con nosotros Carlos Fonseca y Germán Pomares y tantos otros? Creo que los cristianos pueden entender muy bien esto.
Claro que si escribo tendría que hacerlo en prosa. Creo que soy la única nicaragüense que no ha hecho un poema en su vida. Lo cual me da un enorme complejo. Yo tengo sensibilidad para el arte, para la literatura, la poesía, la pintura, para la música. pero no tengo nada de poeta. ¿Si me pusiera a escribir un poema? Tendría que hacerlo sobre el amor, porque todos los poetas empiezan siempre por ahí.
Me inspiraría nuestro pueblo. El pueblo de Nicaragua es mi fuente constante de inspiración. Cuando me siento cansada o me siento impaciente, entonces me pongo a pensar en los cachorros de Sandino que están en las montañas, en las mamás que están con sus hijos movilizados, en tantos compañeros que han muerto, en todo lo que hace cada uno aquí, en esa fuerza vital que tiene esta revolución para ir adelante, para resistir, y termino diciéndome: no tengo derecho a cansarme.
Yo he sido una privilegiada. Nací donde nací, en este país único. Encontré a la gente que me ayudó a crecer. Tuve la oportunidad de participar en la lucha contra la dictadura en la lucha contra la dictadura y ahora en la reconstrucción y en la creación de una nueva sociedad. ¿Qué más? Creo que no existe hoy otra realidad como la nuestra, en la que con limitaciones tan serias, cada uno de nosotros siente que tiene una obligación hacia la sociedad y la trata de cumplir con imaginación y con sentido del humor. ¡Que si no tenemos con qué, ya buscamos cómo! El espíritu que existe aquí de superación, de defender lo poquito que tenemos en medio de condiciones tan duras, ese espíritu de lucha de la gente, esa generosidad, esa fraternidad, me dan el orgullo de ser nicaragüense».
Fuente: Nora Astorga