No conocí el despacho de Tomás Borge, uno de los jefes máximos de la lucha armada y ministro del Interior, pero como estábamos alojados en su casa tuve por momentos la impresión de que Tomás manejaba desde allí su Ministerio, cosa posiblemente equivocada pero no del todo. Yo conocía desde hace años a Cardenal y a Sergio Ramírez (ahora traidor), pero entablar ahora una relación y una amistad con Tomás Borge fue una de las más altas recompensas que me dio este primer viaje a Nicaragua, a la que por lo demás volveré muy pronto, puesto que si los elefantes son contagiosos, como decían los surrealistas, en mi caso Cuba y Nicaragua lo son muchísimo más y ya no habrá vacuna que me cure ni falta que me hace.
Conocer a Borge como jefe y como hombre fue una de esas experiencias que jamás alcanzarán a entrar en la palabra escrita; el silencio, la simple alusión son preferibles, pero quiero decir aquí cómo encontré en él esa difícil alianza de la sensibilidad poética con el duro oficio de llevar a un pueblo hacia su auténtico destino, esa voluntad de hierro tendiendo una mano que aprieta sin lastimar.
Conocía ya su libro de recuerdos sobre Carlos Fonseca, fundador con otros héroes del Frente Sandinista de Liberación Nacional, base germinal del movimiento, que acabó con la tiranía somocista; en ese breve texto escrito en la cárcel, Tomás revelaba su propia personalidad sin ponerse jamás en primer plano, limitándose a aludir a esas páginas como «poseídas por el dios de la furia y el demonio de la ternura».
Nadie como él hubiera podido describir con tan pocas palabras la admirable personalidad de Carlos Fonseca, y a la vez describirse a sí mismo sin saberlo, retratándose a contraluz a través de un estilo donde el pudor elimina toda retórica, donde todo está dicho casi sin decirlo (y yo, que me obstino en reclamar de los revolucionarios una palabra y una escritura verdaderamente revolucionarias en vez de los clisés que seguimos escuchando en tantos discursos y libros, tengo el derecho de afirmar aquí que ese texto de Tomás Borge es un claro y raro ejemplo de ese estilo).
Hosco, tierno amigo, ya para siempre, sé que en algún momento en que yo no podía escucharte; le dijiste a Carol: «Cuida de Julio, cuídalo mucho». Claro que ella me cuidará, pero eres tú quien debe cuidarse, Tomás, porque tu pueblo te necesita como necesita a todos tus compañeros. No te diré más, no es necesario entre nosotros ahora.
Vives con Nicaragua y tu pueblo es hoy el pueblo más vivo del mundo, el más hermoso y el más libre.
NICARAGUA, TAN VIOLENTAMENTE DULCE
Fragmento de «Julio Cortázar»
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