No hace falta testimonio gráfico siquiera para saber cuál era exactamente la triste y desoladora fotografía de esta Isla allá por el año 1953: miseria, crímenes impunes, hambre, juegos, prostitución, drogas y un permanente «sí, señor» a cada orden del imperio.
Desde el anterior calendario, con total apoyo de los «dueños de Cuba», se regodeaba un tirano en la silla presidencial, tras haber pisoteado cualquier asomo de constitucionalismo.
Haciendo correr ríos de sangre se dispusieron a apagarnos la rebeldía y, con ella, la esperanza de abrazar el sueño independentista históricamente acariciado.
Pretendieron ignorar que por las venas del pueblo cubano corría el arrojo mambí, el genio militar de Gómez, de Maceo, de Agramonte; se les olvidó la herida abierta que aún sangraba por Mella, por Guiteras; ignoraron la fuerza del pensamiento de Villena; pero su peor error fue creer que el más universal de los ideólogos y patriotas cubanos había quedado en el pasado. Y Martí vivía.
A la altura de su centenario, el Maestro se levantó con sangre joven, latiendo fuerte en el pecho de toda una generación, y crecía otro hombre infinito, irrepetible, otro líder natural: Fidel.
Aquel brillante joven abogado encontró en las ideas del Apóstol la fuente que dio forma a su ímpetu y a sus ansias de justicia; se consolidaron los principios y valores morales del revolucionario, el inevitable sentimiento de desprecio al imperialismo avasallador y prepotente, y la plena seguridad de que en el pueblo, en la juventud, estaba la fuerza necesaria para cambiar definitivamente el curso de la historia.
Gloriosa aquella mañana de la Santa Ana, glorioso el instante que llevó ante los muros del Moncada toda una avalancha de patriotismo y voluntad que ya no podía ser detenida, un clamor de libertad que ya nunca más sería acallado, el primer gran paso hacia nuestro derecho soberano de sacudirnos el colonialismo y el engendro de «república» que se apresuró tras él.
Y otra vez se equivocaron. Abrazaron la idea errónea de un revés, bañaron con sangre a la Patria, arrancaron los ojos de Abel, y trataron de encerrar entre los muros y rejas de Isla de Pinos lo que nada ni nadie ha podido apresar jamás, el pensamiento.
Un pensamiento que apuntaba irremisiblemente al triunfo, que se multiplicó desde las entregadas manos de Haydée y Melba, luego de ser expuesto con una valentía política y una convicción tales, desde la figura del hombre ya inmenso que pasó de acusado a acusador, que no hubo ni la más mínima posibilidad de réplica.
Se erigía ya no solo el Programa del Moncada, sino mucho más: la pauta imperecedera de una Revolución; porque el 26 de julio de 1953 fue el comienzo del fin del oprobio y la injusticia para Cuba.
Al 26 le debemos el 1ro. de Enero, al 26 le debemos nuestra capacidad de sobreponernos a los reveses y sacar de ellos las más contundentes victorias, la seguridad plena de que basta, para ser grande, intentar lo grande.
E inmenso es ya el legado de esta obra, que ha seguido orgullosa el rumbo de una postura tenaz cuando están en juego la soberanía y los pilares que la sustentan. Una obra que no teme perecer porque renace bajo hondos principios de continuidad. Una obra que se sabe sólida, porque no hay nada más fuerte y duradero que aquello que el pueblo ama y defiende.
Fuente: Granma
Viva por siempre nuestro comandante Fidel Castro , a quien tuve el privilegio de conocer personalmente y estrechar su mano en 1985 en el teatro Rubén Darío en Managua Nicaragua .