Por Jorge Eduardo Arellano
Sandino no sólo era un hombre de principios: aquellos que sostenían fundamentalmente la razón de su lucha. Nos referimos a su honradez ciudadana y a su completo desinterés personal, ejemplificando en el rechazo tajante de recompensa alguna; a la dignidad patriótica con que respondía a la presencia militar norteamericana en su país y que significaba, para él, un deber sagrado; al derecho de los débiles –en su caso los nicaragüenses– ante el vasallaje impuesto por la potencia extranjera y al honor nacional que asistía, finalmente, a su férrea actitud nacionalista. (Honradez ciudadana y completo desinterés personal, dignidad patriótica, derecho a los débiles y honor nacional: he aquí los principios morales a través de los cuales Augusto C. Sandino expresó la razón de su lucha y a los cuales estuvieron vinculados sus ideas).
Porque Sandino también fue un hombre de ideas. Y su aporte a la historia de las ideas en Hispanoamérica es significativo. Quizá esta afirmación, a los ojos de no pocos malinformados, podría parecer exagerada; pero no es así. A pesar de que nunca se dedicó exclusivamente al ejercicio intelectual, Sandino llegaría a formular un pensamiento coherente de su país que ha sido una de las mayores elaboraciones teóricas del mismo. A Nicaragua siempre la proyectó como una gran posibilidad. Esta pequeña república ha producido pensadores, algunos sólidos y respetables; mas nadie, hasta Sandino, había pensado tan firmemente sobre ella como él. Por esto resulta el máximo «creador intelectual» de la nacionalidad nicaragüense.
I-. Antiimperialismo (o respuesta ideológica al imperialismo norteamericano)
En esta creación, su pensamiento no se encerró dentro de los límites patrios; todo lo contrario: al constituir una de las respuestas ideológicas a la política de dominación de los Estados Unidos, se enmarcó en un contexto internacional. Históricamente, su aporte se ubica tras el de la generación modernista, representada por el cubano José Martí, el uruguayo José Enrique Rodó y el centroamericano Rubén Darío, inscribiéndose en una notable tradición de figuras hispanoamericanas iniciadas por Simón Bolívar.
Aludimos a los hombres representativos de Hispanoamérica que, desde las primeras décadas del siglo XIX, han proyectado cuatro imágenes distintas ante Estados Unidos, constituyendo igualmente cuatro etapas definidas. Primera: la simpatía inicial de los precursores y proceres independentistas ante la poderosa nación y el rechazo de sus agresiones en los intentos de unificación y confederación, realizados entre 1828 y 1864, de nuestras nacientes repúblicas. Segunda: el proyecto de las últimas –-dirigidas por representantes de la burguesía criolla– de crear en sus respectivas sociedades economías de tipo capitalista progresistas, tomando como modelo la norteamericana. Tercera: la crítica a los Estados Unidos y a su civilización anglosajona de nuestros escritores modernistas –Martí, Darío, Rodó– que reconocían y exaltaban los valores de la civilización latina. Y cuarto: la concepción moderna que utiliza la explicación teórica del imperialismo como definitoria de la actitud norteamericana respecto de nuestros pueblos, conquistada a través del pensamiento socialista.
No obstante, entre la tercera y cuarta etapas, compartiendo las orientaciones de ambas, surgió una promoción intermedia, cuya principal figura política fue el general Augusto C. Sandino [1895-1954]. Pues bien: éste manifestó durante los años de su lucha, un pensamiento que explicaba clara y sólidamente la misma, no sin recibir la influencia de] argentino Manuel Ugarte y del mexicano José Vasconcelos, por citar otras dos figuras pertenecientes a la citada promoción. Más aún, los escritos de estas personalidades literarias contribuyeron, con los de otros muchos, a madurar intelectualmente al guerrillero, autodidacta de voluntad enérgica e inclaudicable que había absorbido las ideas del sindicalismo mexicano y devoraba cuanta materia social y política llegaba a sus manos.
Sin embargo, las ideas políticas íe brotaban, en principio, de su profundo antiimperialismo. A partir de esta actitud de su lucha es que debemos interpretar todo su pensamiento. Como lo demostró en un documento bastante desconocido, la «Carta al Congreso Antiimperialista reunido en Frankfurt», Sandino tenía plena conciencia histórica de la dominación norteamericana en Nicaragua: “No reconoce el pueblo nicaragüense cómo gobiernas constitucionales a ninguno de los que ha escalado el poder en nuestro país desde 1909 hasta el presente –escribía en ese documento de 1929– puesto que esos gobiernos han llegado al poder apoyados por las bayonetas del imperialismo de los Estados Unidos del Norte». (Esta «Carta…» fue incorporada por primera vez en una colección documental en Augusto C. Sandino: Escritos literarios y documentos desconocidos, Recopilación y notas de Jorce Eduardo Arellano, Managua, Ministerio de Cultura, 1980).
Mas no se dejaba llevar por la generalización, pues reconocía el paréntesis nacionalista de Bartolomé Martínez, ajeno a los intereses de la oligarquía vendepatria y llegado al poder por la muerte del presidente Diego Manuel Chamorro; así dejó escrito que [don Bartolo] «respetó el sufragio libre entregando el poder a los señores Carlos Solórzano y Juan Bautista Sacasa, presidente y vicepresidente electos en 1924». Y agregó: «…por ello lo juzgamos [a Bartolomé Martínez] entre los pundonorosos y dignos de la estimación de sus conciudadanos».
La misma conciencia refleja Sandino en su Manifiesto a los pueblos de la tierra y en particular al de Nicaragua (1933) donde reconoce el nacionalismo progresista del general José Santos Zelaya (1893-1909) («Zelaya –señaló en su “Manifiesto a los pueblos de la tierra y en particular al de Nicaragua”– fue uno de los mejores gobernantes que ha tenido Nicaragua en cuanto a progreso y patriotismo» y el heroico del general Benjamín F. Zeledón, invicto y glorioso, según sus propios adjetivos).
Su idea del imperialismo no era fanática, sino sustentada en la razón y en el derecho; por eso denunció que el imperialismo yanqui costaba «a la nación nicaragüense alrededor de cuarenta mil vidas humanas de ambos sexos y más de cien millones de córdobas». Parte de esa denuncia la constituían también el financiamiento de los banqueros del Wall Street a Adolfo Díaz para armar la rebelión conservadora de 1909, la imposición de empréstitos que no necesitaban y el interés de los norteamericanos por construir el canal de Nicaragua exclusivamente para ellos.
Conocía, pues, profundamente la realidad histórica de Nicaragua. Pero, asimismo, no ignoraba la de América Latina en conjunto: Sandino, en 1929, detalló su conocimiento de ésta a través de la condición neocolonial con que la presencia económica de los Estados Unidos sometía a nuestras repúblicas. En concreto, interpretaba esta presencia de una forma no muy diferente a la de Vladimir Illich. «Hondamente convencidos como estamos –escribía el 20 de marzo del año referido– de que el capitalismo norteamericano ha llegado a la última etapa de su desarrollo, transformándose, como consecuencia, en imperialismo y que ya no atiende a teorías de derecho y de justicia pasando sin respeto alguno por sobre los inconmovibles principios de Independencia de las fracciones de la nacionalidad latinoamericana («Plan de realización del Supremo Sueño de Bolívar»), consideramos indispensable, más aún incólume, esa independencia frente a las pretensiones de los Estados Unidos de Norte América…». Es decir, Sandino utilizó la concepción teórica del imperialismo, propia de los representantes de la cuarta etapa, ya señalada, a la que pertenecen latinoamericanos absueltos por la historia como Ernesto «Che» Guevara.
La interpretación que hacía Sandino del imperialismo yanqui, por consiguiente, se basaba en hechos reales, de carácter político y económico; pero también en un hecho de carácter «jurídico» internacional: la doctrina Monroe. De ahí que pidiera en varias ocasiones su anulación para los países hispanoamericanos, a los que extendía de facto, y que la interpretara desde su punto de vista, que era el de toda América Latina: «Estamos en pleno siglo XX –aclaraba–-y la época ha llegado a probar al mundo entero que los yankees hasta hoy pudieron tener tergiversada la frase de su lema. Hablando de la doctrina Monroe, dicen: América para los americanos. Bueno: está dicho. Todos los que nacemos en América somos americanos. La equivocación que han tenido los imperialistas es que han interpretado la doctrina Monroe así: América para los yankees. Ahora bien: para que las bestias rubias no continúen engañadas, yo reformo la frase en los términos siguientes: los Estados Unidos de Norte América para los yankees. La América Latina para los indo-latinos».
Una de sus ideas políticas trascendentales –cuya posibilidad efectiva de proclamarla sólo él la ha tenido entre los nicaragüenses, siendo, por ello, el único que la ha expresado– fue la integración de una alianza latinoamericana como paso previo para una futura confederación; otra: el indohispanismo. Esta era una concepción idealista, surgida a partir de la crítica de los modernistas que, tomándola de los numerosos escritos que íeía en los campamentos de las Segó vías, le ayudó a fundamentar teóricamente su lucha para oponerla al imperialismo norteamericano. Veamos primero algunos ejemplos de su indohispanismo –remontado a la tercera etapa de los latinoamericanos ante la imagen de los Estados Unidos entre ellos-– y luego la concreción de su alianza. latinoamericana.
II-. Indohispanismo
El indohispanismo no sólo le sirvió a Sandino para un objetivo político; con esta idea, sin quererlo, contribuyó a establecer una categoría orientada hacia la formación de la conciencia hispanoamericana. El nunca pensó elaborar esta categoría. Pero está claro que, surgida de la más entrañable necesidad de su resistencia, logró manifestarla con mucha coherencia e intuición, constituyendo una realidad espiritual que concilia las raíces hispanoamericanas, caracterizando profundamente nuestra identidad histórica, Y a su formulación, no a su explícita definición, llegó con claridad definitiva, haciendo suyo y asimilando a su manera el indoamericanismo que difundía en los años veinte el peruano Víctor Raúl Haya de la Torre. Por eso puede afirmarse que en cierta medida el indohispanismo es creación suya. Sandino, por tanto, no tomó en cuenta el exagerado indigenismo de Haya de la Torre, descartando en sus escritos el término Indoamérica y sugiriendo, en virtud de su equilibrada intuición del mestizaje hispanoamericano, el concepto de indohispanidad.
Efectivamente, siempre usaría el último concepto que expuso como un elemento esencial de nuestros pueblos. Así, en su primer manifiesto –fechado en el mineral de San Albino el primero de julio de 1927– escribió: «Quiero convencer a los nicaragüenses fríos, a los centroamericanos indiferentes y a la raza indohispana que en una estribación de la cordillera andina hay un grupo de patriotas que sabrán luchar y morir como hombres». ¿A cuál raza indohispana se refería? No a otra sino a nuestra raza mestiza de Hispanoamérica, ubicada dentro de la extensión geográfica de nuestras entonces veintiún repúblicas, hijas de la vieja España, como bien pudo haber dicho si parodiamos esta frase suya del «Manifiesto a los hombres de nuestro departamento leonés», firmado el 15 de septiembre de 15)31: «Nuestro Rubén Darío habló de nuestros veintiún cachorros de (la) América Hispana, hijos del viejo león español» . Mucho antes había precisado los límites geográficos del indohispanismo: «la patria de la raza indohispana –afirmó el 6 de febrero de 1928– comienza desde las riberas del Río Bravo y termina en el confín sur de la Tierra del Fuego». Y en su Manifiesto a los pueblos de la tierra y en particular al de Nicaragua (1933), por recurrir solamente a tres ejemplos, volvió a emplear la categoría de indohispanidad, y otra vez como adjetivo, al definir al gobierno yanqui como «enemigo de nuestros pueblos indohispanos».
Mas lo indohispano, o el indohispanismo de Sandino, era sustantivo y nada tenía que ver con la retórica obsoleta de la hispanidad. Esta nunca pudo ser concebida por el gran nicaragüense de la forma que se entendió durante su época de esplendor: como la articulación de los pueblos hispanoamericanos en una unidad política superior, estructurada por el común denominador hispánico. Recordemos que Sandino no se limitaba a expresar únicamente lo español: también comprendía lo indígena o lo indio, el otro elemento fundamental de la cultura hispanoamericana, a la que él hubiera llamado con mayor precisión indohispana. Recordemos igualmente que el máximo héroe de Nicaragua advirtió la lucha ideológica que comenzaba a estremecer la conciencia española: «Una pugna entre el pasado y el porvenir, entre los que llevan muy profundos sentimientos ancestrales de dominación y los que tienen la mente libre de prejuicios», según le comunicaba al periodista español Luis Araquistain el 31 de julio de 1928.
Además, en esa misma carta, supo detectar con una amplia visión –que hoy resulta profética– una de las fuerzas en conflicto: «ha España reaccionaria entrará en las orientaciones que marcan las ciencias sociales».
En pocas palabras, Sandino desconoció la hispanidad; pero vivió la indohispanidad. Su contacto intelectual con pensadores de la talla de Ugarte y Vasconcelos –entre otros– y la relación directa con sus soldados de Colombia y Venezuela, México y República Dominicana, sin contar los centroamericanos, lo llevaron a formular lo indohispano en sus textos, a plantearlo como la base étnica y espiritual de Hispanoamérica, en respuesta a la hegemonía continental de los Estados Unidos; a transformarlo en sujeto de nuestra historia, amenazada o absorbida por el neocolonialismo económico propio de la dominación imperialista.
Sin embargo, había más de la indohispanidad o en el indohispanismo de Sandino: una honda creencia inalterable en los valores espirituales encarnados por el pueblo español. Como Rubén Darío, él tenía vasta fe en el personaje universal de Cervantes, cuya obra acostumbraba a leer, y en lo que representaba; por algo fue considerado en 1958 un Quijote en a Burro. Por algo también envió al mismo pueblo español este mensaje, con motivo de la hazaña aérea de uno de sus representantes en 1929: «Me ha producido honda emoción la aparición de (aquí el nombre del aviador) y sus compañeros. España y los españoles viven en nuestros corazones. Patria y Libertad Sandino» 17. Y por algo, una vez más, manifestó «a los hombres de nuestro departamento leonés», siempre en 1931, que ellos eran «los verdaderos guardianes ante vuestro viejo león español que es (el) símbolo espiritual de este globo terrestre».
III-. Latinoamericanismo.
Si el indohispanismo ya lo habían desplegado hermosamente nuestros escritores modernistas, la idea de la integración latinoamericana revivía la acción bolivariana. Por eso, desde el 20 de marzo de 1929, se preocupó por la referida alianza al redactar su «Plan de realización del supremo sueño de Bolívar» y al sugerir, en junio de 1929, la celebración de una conferencia en Buenos Aires de todos los representantes de la América Indolatina Continental y Antillana. Aún en julio de 1933 seguía con ese propósito y la consideraba doctrina esencial de su causa.
Consciente de las objetivas limitaciones que suponía la unificación de los países americanos de habla española, Sandino no postuló una confederación, sino una alianza latinoamericana que comprendía la abolición de la doctrina Monroe –instrumento jurídico de la dominación imperialista norteamericana– y la creación de una sola nacionalidad «denominada nacionalidad norteamericana»; la constitución de una «Corte de Justicia Latinoamericana», órgano supranacional, con presidencia rotativa, que resolviese los problemas entre los estados miembros; la creación de un ejército de «denominada nacionalidad norteamericana»; la constitución de una «Corte de Justicia Latinoamericana», órgano supranacional, con presidencia rotativa, que resolviese los problemas entre los estados miembros; la creación de un ejército de «ciudadanos pertenecientes a la clase estudiantil» y la de un «Comité de banqueros latinoamericanos», encargado de cancelar contratos entre Estados de América Latina y los Estados Unidos, especialmente los relativos a la construcción de obras materiales y vías de comunicación.
Entre ellas estaba la construcción del canal interoceánico por Nicaragua, siempre viva en las ideas de Sandino, quien la reservaba a la nacionalidad latinoamericana; además, este proyecto contempló la unificación de tarifas aduanales, el intercambio metódico de estudiantes de ciencias Económicas y Sociales, el fomento del turismo latinoamericano y la adopción del lema, para la referida nacionalidad, de la Universidad Nacional Autónoma de México, sugerido por José Vasconcelos: “Por mi raza hablará el espíritu”.
Todo el «Plan de realización del Supremo Sueño de Bolívar» no era más que la culminación de su pensamiento latinoamericanista. «Somos 90 millones de hispanoamericanos y sólo debemos pensar en nuestra unificación y comprender que el imperialismo yanki es el más brutal enemigo que nos amenaza y el único que está propuesto a terminar por medio de la conquista con nuestro honor racial y con la libertad de nuestro pueblo», insistía en una carta del 4 de agosto de 1928; y en otra anterior, del 6 de febrero del mismo año, ejemplificaba esa amenaza con los graves problemas que las bestias rubias –son sus vocablos exactos– impedían su resolución: la cuestión de límites entre Guatemala y Honduras, y entre Honduras y Nicaragua, el asunto canalero entre Nicaragua y Costa Rica; la cuestión del golfo de Fonseca entre El Salvador, Honduras y Nicaragua; la cuestión de Tacna entre Perú y Chile. «Y así por el estilo –concluía–, hay un encadenamiento de importantes asuntos en resolución entre nosotros».
Otros temas de este aspecto del pensamiento de Sandino fueron: la necesidad de celebrar periódicamente conferencias entre representantes de los países de América para que Latinoamérica demostrase solidaridad ante sus problemas, la necesidad de una confederación sindical latinoamericana, y el decreto de la no-intervención en «los negocios internos de ninguna de las repúblicas Indohispanas, respetándose su soberanía e independencia y promover un acercamiento más fraternal que nos solidarice con el común vivir de los pueblos de este continente», afirmaba en enero de 1933. Por fin, la exaltación de los proceres y héroes latinoamericanos.
En efecto, nunca se olvidó de estas figuras en sus escritos. «Los hombres dignos de la América Latina deben imitar a Bolívar, Hidalgo y San Martín, y a los niños mejicanos que el 13 de septiembre de 1849 cayeron acribillados por las balas yankis en Chapultepec, y sucumbieron en defensa de la patria y de la raza, antes de aceptar una vida llena de vergüenza en que nos quiere sumir el imperialismo yanki», aconsejaba a los gobernantes de América Latina en carta del 4 de agosto de 1928. Y en la esquela de la ofrenda floral que colocó en la tumba de los héroes Uribe y Azueta en Veracruz, a mediados de 1929, anotó: «…mi homenaje de admiración, respeto y gloria, a los cadetes navales que sucumbieron heroicamente en la lucha contra los invasores yankis, en la épica jornada de 1914».
También de 1929 data su testimonio sobre Juárez. En carta al presidente de México, Emilio Portes Gil, del 30 de junio del mismo 1929, confiesa: «…en mi actitud frente a los invasores norteamericanos, no he hecho más que seguir el ejemplo de los patriotas mejicanos, en cuyos hechos gloriosos mi espíritu y mi ideal han encontrado siempre una fuente de inagotables recursos y un caudal de vigorosa inspiración para la lucha, y hasta he llegado a pensar que el espíritu radioso de Benito Juárez, el Padre de las Américas, ha iluminado mis pasos por las montañas y riscos de las Segovias y que su voz, que América escuchó un día clamando justicia y libertad frente a los invasores, me ha dicho: ten fe y prosigue». Sin embargo, fue Bolívar su principal líder inspirador.
IV-. Bolivarismo
«¡Ah, Napoleón! –opinaba Sandino con su acostumbrada convicción. Fue una inmensa fuerza, pero no hubo en él más que egoísmo. Nimbas veces he empegado a leer su vida y he tirado el libro. En cambio, la vida de Bolívar siempre me ha emocionado y me ha hecho llorar». El Libertador, ni más ni menos, encarnaba el grado más alto de su ideal latinoamericanista.
¿Por qué? Hacia una frontera digna de América Latina. Porque hay una vinculación directa –un histórico hilo de Ariadna– entre ambos. En efecto: el centroamericano se empeñó en sostener y demostrar que la independencia por la que había luchado Bolívar fuese mantenida a cualquier costo, al margen de la colosal fortaleza de la potencia amenazadora y de las desventajas de la pelea por defenderla. Y que, al desarrollar esa lucha, las fronteras de América Latina quedaban abolidas, por ser la amenaza para todos. «Sandino basó la solidaridad continental –señaló Salomón de la Selva– sobre la comunidad de aspiración a la libertad y determinación de mantenerla».
Esto explica algo más importante: l& necesidad de exigir a los Estados Unidos una frontera digna de América Latina. En este sentido, Sandino retomó la lucha, de donde la había dejado el Libertador, contra el imperialismo. No sólo continuaba el ideal bolivariano, según su ya detallado «Plan…» o efectivo proyecto de unidad latinoamericana, sino que lo completaba. «Necesitamos conocernos –expresó el pueblo norteamericano en febrero de 1933– para que nuestra vida continental sea de cooperación. Los pueblos hispanos y los del norte quiera deben ser como hermanos… Repito, como hermanos, pero que ninguno quiera atentar contra la independencia del otro». En otras palabras: que se estableciese una frontera inviolable.
Al respecto, Agustín Tijerino Rojas anota: «Sandino calculó, sin pesimismo derrotista, las graves protecciones de un fracaso en este aspecto de la cuestión americana. Con palabras y con hechos manifestó la urgencia de señalar una frontera limitadora de acciones, que jamás se fundirán en una sin aniquilarse cualquiera de ellas. Lo probó cuando (…) consideró terminada su beligerancia y ofreció amistad y mejores relaciones entre el agresor y el agredido. Bastábale que el derecho se salvara y el destino de su pueblo quedar fuera de la órbita imperialista de una coacción extraña».
Las fronteras de su patria: las de América Española
Ahora bien: si el imperialismo violaba de nuevo la frontera de cualquier otra república hispanoamericana, Sandino estaba dispuesto a llevar su bolivarismo a una dimensión trascendente. «No será extraño –reveló, prefigurando a Ernesto Che Guevara– que a mí y a mi ejército se nos encuentre en cualquier país de América Latina donde el invasor asesino fije sus plantas en actitud de conquista». Por algo sostenía que su patria, aquella por la que luchaba, tenía por fronteras las de la América española, y se conceptuaba hijo de bolívar, cuyo retrato conservó en el muro rocoso de una gruta que fue, inicialmente, su cuartel general.
La presencia del Libertador, pues, era una realidad viva en la propia conciencia de Sandino. El 20 de marzo de 1929, como vimos, suscribió su conocido «Plan» para llevar a cabo el supremo sueño de nuestro invicto Bolívar, como lo calificó el 24 de octubre del mismo año en Mérida, Yucatán, en un comentario al artículo «El romanticismo de la solidaridad hispanoamericana», aparecido en el Diario de Yucatán, de Carlos R. Menéndez. Ahí comprendió que la alianza de los pueblos de América Latina, planteada en dicho «Plan», era necesaria para el mantenimiento de la soberanía de los mismos estados. Y que uno de sus puntos concretos –la constitución de un ejército latinoamericano– sería «una verdadera garantía para la nacionalidad latinoamericana ante el expansionismo yanqui». «También expondrá nuestro proyecto –añadía ese comentario que exhumamos en 1983– la manera de que nuestra América racial pueda contar para conseguir el ideal supremo de Bolívar, como expresa el señor Menéndez, con flotas de acorazados y de submarinos y grandes cañones para sostener la fuerza del derecho contra el derecho de la juerga».
Por lo demás, al igual que muchos de sus soldados y oficiales, Sandino conocía ampliamente a Bolívar. A este conocimiento contribuyeron no sólo los intelectuales latinoamericanos vinculados a su causa desde el exterior, sino los numerosos miembros de la Legión Latinoamericana y especialmente dos: los colombianos Rubén Ardila Gómez y Alfonso Alexander Moncayo. Ambos, el primero de 1928 a 1929, y el segundo de 1930 a 1932, le contaban pasajes desconocidos de la vida del Libertador y compartían con él su culto.
V-. Centroamericanismo.
Pero Sandino no llegó a la aprehensión del bolivarismo desde el principio. Tampoco, previamente, se propuso adquirir una dimensión menor que su lucha tuvo: la centroamericana. Como él mismo declaró, al inicio de su campaña sólo pensaba en Nicaragua; «luego, en medio del peligro y cuando ya me di cuenta de que la sangre de los invasores había mojado el suelo de mi país, acrecentóse mi ambición. Pensé en la República Centroamericana, cuyo escudo ha dibujado uno de mis compañeros (…): un brazo extendido que levanta cinco montañas y, sobre el más alto pico, un quetzal. Sabe usted –agregaba– que el quetzal es el ave de la libertad, porque muere veinticuatro horas después de haberla perdido». Sin embargo, el guerrillero conocía la realidad histórica de Centroamérica y su común problema, gestado a partir de 1838 cuando se disolvió la Federación de los Estados centroamericanos; pensaba que era imprescindible restablecer la unidad de los mismos. Era, pues, un convencido unionista.
Mas no concebía esta doctrina de manera idealizada, como su máximo promotor Salvador Mendieta; exactamente: la interpretaba dentro del contexto de la política imperialista. Para él, la unidad centroamericana debía ser primero contra los Estados Unidos. «Todos los países centroamericanos –declaraba en febrero de 1928– están obligados a ayudarnos, en vista del mañana que puede traer para ellos las mismas complicaciones. La América Central debe unirse contra el invasor, en lugar de apoyar a los gobiernos que entran en alianzas con el extranjero…» 38. Como es obvio, aludía al específico caso de Nicaragua. «Pero esa unión –detallaba un aspecto clave del problema– debe emanar de un deseo espontáneo de los pueblos y no de la tutela extranjera». Informado de las acciones de ésta en el pasado inmediato, continuó su aportación escribiendo: «Los tratados de 1907 y 1932 no tienen ningún valor, porque fueron impuestos y no surgieron del sistema orgánico con que nos gobernamos, sino de concepciones teóricas creadas por el imperialismo norteamericano. Su aplicación queda determinada por los caprichos y conveniencias del gobierno de Washington, que a su vez se deja guiar Por la concupiscencia de los políticos». Así planteado, su unionismo difería del que postulaba el Partido Unionista Centroamericano, fundado en los años veinte; seguramente le resultaba falso, al igual que el proclamado en las conmemoraciones anuales cuyo contenido retórico se contradecía con las actitudes mantenidas por cada país ante sus problemas fronterizos.
Los últimos fueron motivo de honda reflexión para Sandino. «Nos llamamos unionistas –criticaba a los centroamericanos de la época– y, cuando se trata de demarcaciones ridículas de nuestros remedos de repúblicas, venimos a hacer valer derechos que no tenemos la entereza de alegar al intruso con todos los medios que pone a nuestra disposición la dignidad; nos decimos hermanos y siempre que se trata de nuestros predios afilamos el machete para mostrarlo en actitud hostil al que en ese momento consideramos excomulgado del lazo familiar, que solamente invocamos a manera de postre delicioso en conferencias y convenios de mentida fraternidad…». Esta carta fue uno de los documentos de Sandino que trataron el tema de los conflictos entre las fronteras de los países centroamericanos; en concreto, al año siguiente disertó en el artículo «Observando», publicado en un periódico de Mérida, Yucatán, sobre el litigio entre Honduras y Nicaragua.
De nuevo, en 1928, se sorprendió en carta enviada a Froylán Turcios el 10 de junio de ese año, de un editorial del referido periodista hondureño acerca de la integridad territorial de Honduras en relación con los límites con Guatemala. «Tanto sus palabras, como las que reproduce El Cronista de esa ciudad (Tegucigalpa), hicieron que sintiera, por un momento, helada mi sangre», le decía con sinceridad, para advertirle: «Pronto comprendí qué personajes de la política imperialista yanki son los atizadores de esta hoguera centroamericana». Y no se equivocaba: la incidencia de las compañías norteamericanas en ambos países sostenían su criterio.
Parte esencial del mismo lo constituyó, además, su conciencia de clase, presente en varios textos reveladores. En uno de ellos, del 30 de mayo de 1931, consideró la posibilidad de proclamar en Las Segovias la unión centroamericana, bajo el nombre de Comuneros Centroamericanos y regida por la acción de los obreros y campesinos, ante la amenaza del Gobierno hondureño de combatir a su ejército para provecho del yanki. «Porque, solamente nosotros –creía firmemente– los obreros y campesinos de Centroamérica podremos defenderla». En ese texto también aclaraba que su movimiento unionista quedaría desligado de los elementos burgueses, quienes siempre habían querido obligar «a que aceptemos las humillaciones del yanki por resultarle más favorable a sus intereses» 45; y, en otro texto, fechado el 26 de abril del citado año de 1931, repite que solamente los obreros y campesinos podrían con limpieza restaurar la Federación, interrumpida –recordaba– «desde cuando Rafael Carrera desalojó de Guatemala a nuestro invicto general Morazán».
Es interesante anotar que Sandino, ya expulsados por su ejército los invasores norteamericanos, mostró preocupación hacía el destino unitario de los países hermanos que, con Nicaragua, habían integrado la antigua Federación. En una «Suprema Proclama de la Unión Centroamericana», elaborada en Wiwilí el 16 de agosto de 1933 a causa de la infiltración cada vez mayor del imperialismo en la política interna y externa de los mismos países, expresó que urgía un código de leyes doctrinarias que divulgaría a la hora de la ansiada unión. De momento, su proclama unionista –en la cual mencionó la entrega de tierras cedidas por algunos gobernantes a explotadoras compañías yankis– se limitaba a ser, como dijo, un breviario de idealidad. En esa línea, elogió una vez más a Morazán. «Es trivialmente conocido del pueblo centroamericano –puntualizaba– todo cuanto ha ocurrido en nuestra bella Centro América de los pinares, después del fusilamiento de su primogénito hijo, impertérrito general don Francisco Morazán».
Aludiendo a la «degeneración que han sufrido desde aquel entonces los gobernantes centroamericanos hasta convertirse en verdugos de su propio pueblo y serviles del Departamento de Estado de los Estados Unidos de Norte América», ejercitó su conocimiento del istmo al «imaginar» la nueva Federación con su capital en el valle hondureño de Villa de San Antonio, jurisdicción de Comayagua («lugar de tierras fértiles, planicies, clima agradable y agua extraordinariamente fina y saludable»). «Honduras –añadía– está en el corazón de Centroamérica y, en el primer período de Federación Centroamericana, tendrá la cartera de Fomento, porque necesita muchas obras públicas por hacer. Guatemala tendrá la cartera de Instrucción Pública, porque es la sección de Centroamérica que tiene más gente por instruirse. El Salvador llevará la cartera de Guerra, porque es el soldado centroamericano mejor preparado. Costa Rica llevará la cartera de Hacienda, porque es la mejor arreglada, ha mantenido sus rentas nacionales… Nicaragua –concluía su hipotética distribución administrativa–, tendrá la cartera de Relaciones Exteriores por ser la poética, amena y la que más tiene compromisos que arreglar».
El Ejército Autonomista de Centroamérica
Debido a las prioridades de la lucha sandinista, la unidad de Centroamérica ocupó un segundo o tercer plano en las ideas del general; pero, en cierto momento, éste le dio una importancia superior. «En estos instantes –escribió– me preocupan más las graves dificultades entre ustedes, los dirigentes de Centroamérica, que la causa que yo mismo estoy defendiendo con centenares de bravos». Claro que esta preocupación retornaría a su sitio, mas nunca dejaría de estar ausente en él; incluso contempló la creación de un Ejército Autonomista de Centroamérica para defender la unión centroamericana que propiciaba y veía como eficaz solución a la problemática de los pueblos del Istmo.
VI-. El nacionalismo de Sandino y sus rasgos
Los anteriores aspectos presenta a Sandino como un hombre de arraigadas ideas políticas, sustentadas en una firme posición antiimperialista. Pero ésta se proyectaba internacionalmente y a nivel nacional. Ambas proyecciones eran como las caras de una misma moneda: por un lado, reaccionaba frente a una situación de carácter continental, representando a toda la América de habla española –a la América antillana, no toda hispanohablante 53–; por otro, a la particular coyuntura nicaragüense. En esta coyuntura, Sandino actuó ante todo como heredero de la ideología liberal burguesa que se remontaba, históricamente, al proyecto del gobieno nacionalista del general J. Santos Zelaya y a la acción armada –en defensa de la soberanía de Nicaragua– del general Benjamín F. Zeledón 54. Ambos, para él, habían sido víctimas directas de la dominación imperialista. Por eso, escribió y declaró, en varias oportunidades, que el pueblo nicaragüense no reconocía como gobiernos constitucionales a los surgidos tras la desaparición del régimen liberal, exactamente a partir de 1910, pues habían sido apoyados por las bayonetas yanquis. La constitucionalidad era uno de los rasgos fundamentales del nacionalismo de Sandino.
Constitucionalista
Recordemos que él, primero, se había incorporado al Ejército Constitucionalista, cuyo objetivo era entregar la presidencia a quien le correspondía legalmente: el doctor Juan B. Sacasa, sucesor constitucional de Carlos J. Solórzano, electos ambos en 1924. Pero su concepto de constitucionalidad no se quedó en esa entrega del gobierno, de acuerdo a la voluntad popular, sino que implicaba la defensa de la soberanía patria.
De hecho, sus enemigos conservadores –quienes habían roto la constitucionalidad con un golpe de estado– eran los responsables de la entrega del país al imperialismo, del estado de intervención permanente y de las invasiones militares de 1912 y 1926. Al luchar contra ellos, por tanto, defendía la voluntad soberana de Nicaragua.
La constitucionalidad se encuentra insistentemente en muchos documentos de Sandino. En su primer manifiesto, ya vendido el jefe del Ejército Constitucionalista José María Moncada al invasor, sostiene el primero de julio de 1927 que «la revolución liberal está en pie» 55; y en su comunicado escrito diecisiete días más tarde, a raíz de la batalla de Ocotal, afirma que el primer motivo de esa acción fue demostrar «que es fuerza organizada la que permanece protestando j defendiendo los derechos constitucionales del doctor Sacasa…». Derechos Constitucionales: he aquí expresado el sentido legal, inherente al principio de constitucionalidad, que preocupó a Sandino a lo largo de su resistencia nacionalista. Y que tuvo su manifestación más elocuente en su deseo, antes de firmar los convenios de paz el 2 de febrero de 1933, de que el Congreso Nacional decretase «extraer de los archivos nacionales e incendiar todos los documentos en que califique de bandolerismo la actitud patriótica de nuestro ejército» y se declarase legal, solemnemente, «la actitud que asumió el suscrito y su ejército, el 4 de mayo de 1927».
Autonomista
Otro rasgo del nacionalismo de Sandino, igualmente o más importante, es el de autonomía. Si para él la intervención engendraba la inconstitucionalidad, también impedía la existencia propia, soberana, autónoma de la nación. Con este concepto, menos teórico que el de constitucionalidad, captaba la esencia de la soberanía nacional. De ahí que lo aplicase, como adjetivo preciso e insustituible, a su antecesor de 1912 (el autonomista nicaragüense general Benjamín Zeledón) y que lo eligiese para designar el partido que estaba destinado a fundar: el Autonomista. Autonomismo y autonomistas equivalían a sandinismo y sandinistas.
Popular
Ahora bien, estos elementos respondían al desarrollo capitalista de Nicaragua, impulsado por la fracción liberal cafetalera que operaba en torno de Zelaya y cuya ideología terminó de fortalecer la incipiente conciencia nacional surgida en la segunda mitad del siglo XIX. Además de este factor endógeno, otro exógeno -–la expansión del capital monopolista de los Estados Unidos y su protección estratégica en Nicaragua– determinó el fortalecimiento de esa conciencia. Más exactamente: con las invasiones militares al país, el imperialismo «se expuso a desencadenar un potencial de resistencia nacional que estaba contenido en la misma incorporación de Nicaragua al desarrollo del sistema capitalista mundial» 58. Con todo, el nacionalismo de Sandino –conformado por los elementos anteriores– se vinculaba a la fracción liberal que, con indudable apoyo popular, desempeñó un papel revolucionario como clase durante la guerra civil de 1926. Pero, con el pacto Stimson-Moncada el 4 de mayo de 1927, abandonaría para siempre ese papel.
Entonces, el derecho a la nacionalidad comenzó a ser patrimonio del pueblo, de sectores no contaminados con el entreguismo de la oligarquía conservadora y la burguesía liberal; el nacionalismo de Sandino, en nombre de intereses populares y medios, superaría su origen de clase y se concebiría desde esas bases sociales, únicas capaces de representar auténticamente a Nicaragua como nación. Por ello, la persona de Sandino encarnaba tanto los ideales reivindicativos de carácter social y económico como los patrióticos. Y es que la patria, para los grupos dominantes citados, no existía durante la resistencia sandinista en su dimensión nacional, de soberanía y autodeterminación, resultando una realidad ajena a sus intereses. Sergio Ramírez ha explicado que este fenómeno fue particular del país porque el nacionalismo, en las restantes sociedades latinoamericanas, se dio como uno de los valores ideológicos de sus burguesías. Por consiguiente, el pueblo nicaragüense –o algunos de sus sectores representativos–, sostuvo el nacionalismo con el significativo lema de «Patria y Libertad». Se trataba, en fin, de un nacionalismo popular.
Salomón de la Selva, partidario político de la expresión militar de ese pueblo –el ejército Defensor de la Soberanía Nacional de Nicaragua– comprendió lúcidamente, a un año de la resistencia nacionalista de Sandino al mando de ese Ejército, la posición de los grupos dominantes libero-conservadores, identificados en el agradecimiento y ponderación de la tutela extranjera. En efecto: poco antes de las elecciones de octubre de 1928, el referido intelectual advertía:
«En Nicaragua hay dos partidos efectivos. El uno cuya divisa es rojinegra, la que ondea en los campamentos del general Sandino, y cuyos principios son antiimperialistas bien definidos.
El otro partido es aquel cuya divisa es rojiverde, la de los políticos, cuyos principios son de oposición al pueblo y obediencia servil al amo extranjero. Acordémonos cuando había Partido Liberal en Nicaragua, no hace mucho, cómo en la heroica León, el partido estaba dividido en argüellistas y sacasistas. En igual forma, el partido rojiverde, ei partido yanquista, el partido de Wall Street, está ahora dividido en bernardistas y moncadistas.
Pero forma una sola falange que se mantiene de rodillas ante el yanqui. Benardistas y moncadistas son iguales: para los dos bandos del partido rojiverde hay un solo Dios verdadero, que está en Washington, al cual le ofrecen todo: banco, ferrocarril, aduanas, rentas internas, cuanto hay, inclusive el honor, la soberanía y la libertad de la patria».
Los dos bandos del partido rojiverde se disputan una sola cosa: la presidencia, la dirección del partido, como en 1924 los dos bandos del liberalismo, siendo ambos, tanto argüellistas como sacasistas, liberales en el fondo. Así son ahora, en el fondo, miembros del mismo partido yanquista, los bernardistas y moncadistas. Contra ese partido rojiverde lucha con heroica tenacidad el invicto campeón de Nicaragua con su divisa rojinegra».
Armado
De ahí que el nacionalismo popular consistía el elemento definitorio del sandinismo en la perspectiva nacional. Mas, también, era de carácter armado. ¿Por qué? Para expulsar primero a las fuerzas interventoras y tomar el poder después. Resuelto el primer paso a finales de 1932, Sandino comenzó a acumular fuerzas políticas para conseguir el segundo; pero no pudo: la Guardia Nacional –creada por los interventores– se lo impidió. Sin embargo, su línea ya estaba trazada para continuarse en el futuro, siendo el nacionalismo armado una de sus herencias. Así lo entendió José Coronel Urtecho en la misma fecha que Salomón de la Selva, aludiendo a los partidos conservador y liberal: «… aun contando con el apoyo extranjero, aún aplastando a las armas rebeldes con las armas extranjeras, el sandinismo que no es otra cosa que el nacionalismo revolucionario, no desaparecerá de Nicaragua». Nacionalismo revolucionario llamaba este escritor, con acierto, al nacionalismo armado de Sandino, el cual no desaparecería porque su gestor acertó en concebir la militarización ciudadana, popular, previa a la construcción de una patria libre. «La libertad –decía–, no se conquista con flores sino a balados». Asimismo, aclaraba refiriéndose a sus hombres: «… nosotros no somos militares. Somos del pueblo, somos ciudadanos armados».
VII-. Hacia la redención de los oprimidos
Desde el principio de su lucha, Sandino resumió en una sola frase todo su programa. «Juro ante la Patria y ante la Historia –escribió el primero de julio de 1927– que mi espada defenderá el decoro nacional y que será redención para los oprimidos» M. Había, pues, dos aspectos fundamentales –bien definidos– en ese manifiesto con que su autor surgía en el panorama político de Nicaragua, encabezando la resistencia contra la ocupación militar norteamericana: la dignidad y soberanía nacionales –defendidas con las armas en la mano– y la emancipación de los explotados. En otras palabras: la liberación nacional frente al Imperio y la liberación social de las clases populares frente a la oligarquía nicaragüense y a las proyecciones económicas del mismo Imperio. Ambos objetivos fueron constantes en su pensamiento, basta el grado de que no pueden desvincularse: permanecen indisolubles, constituyendo el meollo de sus concepciones.
¿Cuáles fueron las corrientes en que se fundamentaron éstas? En concreto dos: el sindicalismo –desarrollado en el medio de la industria petrolera cuando se desenvolvía como obrero calificado de la Huasteca Petroleum Company, cerca de Tampico, en el estado mexicano de Tamaulipas– y una suerte sui géneris de ocultismo: la filosofía austera racional del argentino Joaquín Trincado. Absorbidas en México, ambas corrientes eran eso: corrientes intelectuales con cierto auge en Hispanoamérica y no sistemas políticos específicos.
EI sindicalismo mexicano y Felipe Carrillo Puerto
La primera, sin embargo, implicaba muchas ideas de carácter progresista en el contexto de la Revolución mexicana. Fuera de las procedentes de la tendencia auténtica de la última, identificada con el agrarismo de Emiliano Zapata, Sandino aprendió –durante su larga estadía mexicana– que la lucha directa del obrero, cuerpo a cuerpo, contra la burguesía era una necesidad; al menos esta consigna la leyó en uno de los libros que entonces estudiaba: El sindicalismo, editado en Barcelona, de Francisco Cañadas 65. Al mismo tiempo, fue testigo de las reformas sociales –en beneficio del campesinado– del general Álvaro Obregón (1920-1924) y asimiló las ideas del gobernador socialista del estado de Yucatán, Felipe Carrillo Puerto, presentes en uno de sus documentos imprescindibles: las «Bases del convenio que se propone al general Moncada como Presidente de Nicaragua…», fechado el 6 de enero de 1929. Nos referimos a las que aluden a los obreros: las ocho horas diarias como jornada máxima de trabajo, el establecimiento de escuelas primarias en cada empresa con más de quince operarios o familias, el reconocimiento a las mujeres del mismo salario de los varones, el derecho de organización en sindicatos y el derecho de huelga.
Tales eran cinco de las quince bases o puntos que, según Sandino, debía cumplir «un Presidente de la República de Nicaragua que sea electo por el pueblo y para el pueblo, y en tal virtud son las que viene a presentar el Ejército Defensor de la Soberanea Nacional de Nicaragua, por medio de su Jefe Supremo que suscribe, para el engrandecimiento de nuestra Patria». Con ellas (y las diez restantes) demostraba que, en materia político-social, disponía de un nivel más avanzado que el propio Moncada y demás líderes tradicionales u oligárquicos, sometidos en el pasado a la rapacidad de los banqueros de Wall Street y entregados a la expansión imperialista de los gobiernos norteamericanos. En ese mismo documento, apuntaba: «… queda comprobado que todos los Tratados, Pactos o Convenios celebrados entre los gobiernos de los Estados Unidos y de Nicaragua y los impuestos en Nicaragua por aquellos mismos gobiernos desde 1909 hasta el presente, no son legales por ser desconocidos para el pueblo nicaragüense, y además indecorosos, debiendo de consiguiente ser absolutamente nulificados por un gobierno que sea del pueblo para defender los intereses patrios».
Por tanto, entre las diez bases restantes de su Convenio –que, desde luego, Moncada no tomó en cuenta porque era incapaz de aceptar ni siquiera una– figuraba la nulificación del Tratado Chamorro-Bryan y «cuantos Tratados, Pactos o Convenios hayan sido celebrados por los gobiernos comprendidos desde 1909 hasta la fecha, y que menoscaban la Soberanía Nacional»; el rechazo viril de «cualquier intromisión que los gobiernos de Estados Unidos de Norteamérica quisieran efectuar en nuestros asuntos interiores y exteriores de pueblo libre y mucho menos admitir la supervigilancia, por dichos gobiernos, de elecciones presidenciales o de cualquier otra naturaleza en el futuro»; la no aceptación de «ningún empréstito yankee, y si para las necesidades de (…) Administración se hiciere indispensable la solicitud de un empréstito, deberá hacerse entre capitalistas nicaragüenses y cediendo a ellos los derechos que se darían a los yankees, bajo la condición de no traspasar la deuda a capitalistas extranjeros»; y, ante todo, la exigencia al Gobierno de los Estados Unidos del «retiro inmediato y absoluto de sus fuerzas invasoras de nuestro territorio, y si para ello fuera necesario hacer uso de la fuerza –ofrecía sacrificarse con los miembros de su Ejército– puede el Gobierno de Nicaragua que se comprometa a cumplir con estas bases, a contar de antemano con nuestros pechos de patriotas».
Dos bases más de ese brillante plan de estadista consistía en que el Congreso Nacional, por iniciativa del Ejecutivo, emitiese leyes y reglamentos para regular «el trabajo de los niños en empresas industriales o agrícolas, de propietarios nacionales o extranjeros, de manera que puedan los niños atender a la instrucción» y hacer los pagos a los trabajadores de las mismas empresas «en moneda efectiva, y no por medio de cupones, vales o cualquier otra forma que actualmente adoptan tales empresas». Dichas puntualizaciones correspondían, respectivamente, a otras dos de Carrillo Puerto: la erradicación del analfabetismo y la elaboración de contratos laborales.
No puede sostenerse, en consecuencia, que el único objetivo de la lucha y el pensamiento de Sandino era la expulsión de las fuerzas extranjeras de su país. Como lo extrajo José Benito Escobar a través de sus documentos más conocidos hasta la década de los setenta, él configuró un proyecto que abarcaba el establecimiento de un gobierno popular e independiente, la cooperativización de la tierra en beneficio del que la trabaja, la eliminación –ya vista– de tratados lesivos a la soberanía nacional, el rescate de nuestras riquezas y recursos naturales en beneficio de la mayoría y el mantenimiento del ejército del pueblo 71. Este proyecto, además, incluía que el campesino no sólo llegase a tener comodidades mínimas, sino que se transformase en pequeño propietario. Así lo plasmaron dos autores latinoamericanos, Salomón de la Selva y Alfonso Alexander –ambos partidarios del Ejército Defensor de la Soberanía Nacional de Nicaragua– en sus respectivas novelas, Pueblo desnudo (1934) y Sandino (1937), narrando escenas protagonizadas por miembros del Ejército y dirigidas a trabajadores agrícolas.
El mismo Salomón de la Selva fijó el ideal social de Sandino –el segundo aspecto de su programa básico, planteado desde su primer manifiesto, ya referido– con estas palabras: «… que la independencia no fuese en estos países (de Hispanoamérica), como en tan gran parte ha sido, franquicia para que clases parásitas continuaran explotando a las masas con la misma falta de conciencia que caracterizó a esa explotación durante los períodos de la colonia y la poscolonia». He aquí expuesta, en líneas generales, la constante preocupación de Sandino por redimir a los oprimidos; preocupación que la compartieron sus partidarios y subalternos, como Enrique S. Tijerino, quien, al ser asesinado el 21 de febrero de 1934 su jefe, lanzó una hoja suelta en Costa Rica que, dirigida a los ciudadanos centroamericanos, decía:
«¡Nicaragüenses! ¡Sandino ha muerto! (…) ¡Ha muerto Sandino!, ha muerto el último guardián de las libertades nicaragüenses, ha muerto para siempre, pero con su muerte nos ha dejado a la juventud presente y venidera el camino a seguir, para buscar con más claridad nuestra redención social. ¡Nicaragüenses!, ¡preparaos!, que la muerte de Sandino sea el principio de una reivindicación social para todos los trabajadores nicaragüenses. Sandino fue un obrero como nosotros, y con ser obrero cayó para siempre, acesinado (sic) tridora en la capital misma de Nicaragua… Sandino no ha muerto para nosotros, los que luchamos junto a él; habrá muerto para (sus) cobardes acesinos (sic)…; pero para nosotros nunca. (Nosotros) tendremos que cumplir con la sola promesa de su nombre que una vez hicimos en los campos de las Segovias: ver flameando la bandera roja en el Capitolio de Managua y gritando ¡Viva Sandino! ¡Viva la Revolución social!».
Desde luego, no fue éste el tono ni el contenido de los textos de Sandino, cuyo pensamiento iba siendo condicionado por el desarrollo de su propia lucha; de tal modo que, cuando ya había expulsado a los norteamericanos y se empeñaba en organizar cooperativas, planeó en mayo de 1933 la fundación del Partido Autonomista –en su mayoría de obreros y campesinos– para implementar su proyecto de gobierno.
La filosofía austera racional de Joaquín Trincado
Los elementos anteriores en que se apoyaba dicho proyecto no fueron los únicos. Porque, simultáneamente a su absorción sindicalista, Sandino también se familiarizó en México –como ya señalamos– con un tipo de literatura ocultista que resultó determinante en la forjación de su carácter y personalidad. Parece que se inició en esos conocimientos –alejándose por completo de las prácticas banales del espiritismo– con un maestro mexicano. Pero quien incidió definitivamente en su pensamiento, en realidad, fue el español radicado en Argentina Joaquín Trincado, fundador de la Escuela Magnética-Espiritual y autor de sus ocho libros doctrinarios, entre ellos El Método Supremo, Filosofía Austera Racional, Los cinco amores y Profilaxis de la vida. Joaquín Trincado nació en Sintruénigo, Navarra, en 1885 y murió en Buenos Aires, 1935. Formado en Bélgica dejó muchos discípulos y organizaciones de su Escuela en Argentina y México. En las capitales de ambos países se han editado, prolíficamente, sus obras.
¿Cuándo y cómo se embebió Sandino de esta Escuela? Durante su último viaje a México, entre mediados de 1929 y mediados de 1930, como se desprende de la lectura cuidadosa de sus textos y, particularmente, de una dedicatoria del 14 de diciembre del primer año citado, estampado en uno de los libros de Trincado que su dueño –Francisco Fuentes– obsequió al guerrillero nicaragüense 76. Este, por su lado, mantendría relaciones epistolares con el propio Trincado en Buenos Aires y sería asiduo lector y colaborador en más de una ocasión de su revista Ea Balanza 77. Sin embargo, no importa tanto revelar esta serie de datos –por lo demás desconocidos– cuanto establecer que su contacto con el método psíquico-magnético-espiritual, y el resto de sus teorías, obedecía a una búsqueda personal y sincera de la verdad.
Aunque no integrada orgánicamente a su mente, este acervo intelectual le condujo –nada menos– que a una interpretación utópica y profética del destino social del hombre; o dicho con mayor claridad: a una visión que, impregnando muchas de sus páginas a raíz del regreso de México, le llevó a la formulación de toda una original filosofía política. En su «Manifiesto de Luz y Verdad», concretamente, Sandino esboza esta filosofía, partiendo de que la Justicia, la justicia social, es patrimonio común del espíritu: pertenece al ser humano y a todos por igual. Pero la justicia («la única hija del Amor», fuerza superior a uno mismo y a todas las otras del Universo) no se compagina con el desarrollo de la historia, con las formas de explotación y la lucha de clases («el antagonismo de los hombres» llama a ese proceso), por lo que surge la injusticia. Ahora bien: la injusticia la ve en los poderosos, especialmente en el imperialismo y en su intervención neocolonialista, apoyada por los grupos dominantes de su país; hecho que le plantea su destrucción. Y esta destrucción la encabezaría él; representando a los débiles u oprimidos, quienes no poseen las armas, el saber y la riqueza, pero conservan óptimos recursos espirituales para organizarse, armarse e instaurar la Justicia. No en vano, sostenía que su mayor honra era haber surgido del seno de los oprimidos.
Apartemos el carácter mesiánico de su filosofía, explicable en la época a causa del entreguismo apátrida a los Estados Unidos de los políticos conservadores surgidos después de 1909. Al respecto, es necesario recordar que sobre la conciencia de Sandino pesaba el complejo colectivo de culpa por ser, simplemente, nicaragüense: «Me sentía herido en lo más hondo –confesaba a principios de 1933– cuando me decían (sus compañeros de trabajo en México): Vendepatria, desvergonzado, traidor». Y por sentir esa vergüenza decidió liberarse de ella, volviendo a Nicaragua a tomar las armas y ser él –patrióticamente– uno de los responsables de limpiar esa culpa. Prescindiendo, pues, de ese mesianismo de buena fe, impregnado de la sencillez del obrero y la emotividad del patriota, concluyamos que Sandino realizó, con la filosofía resumida en el párrafo anterior, una apropiación legítima al detectar las causas de la opresión y de los oprimidos. Por eso, en su mismo «Manifiesto de Luz y Verdad», diserta a sus soldados sobre el juicio final: «Pues bien» hermanos… No es cierto que San Vicente tenga que venir a tocar trompetas, ni es cierto que la tierra vaya a estallar… No. Lo que pasará es lo siguiente: Que todos los pueblos oprimidos romperán las cadenas de la humillación, con que nos han querido tener postergados los imperialistas de la tierra. Las trompetas que se oirán van a ser los clarines de guerra, entonando los himnos de la libertad de los pueblos oprimidos contra la injusticia de los opresores».
En resumen: el ocultismo –a través del magnetismo espiritual que invadía intensamente su ser– no distorsionó ni desvalorizó la esencia del pensamiento de Sandino en su objetivo de redimir a los oprimidos.
Voluntarismo espiritualista
Por otra parte, los principios proclamados por Trincado en sus obras sirvieron al jefe del ejército Defensor de la Soberanía Nacional de Nicaragua para neutralizar y trascender los rigores y necesidades de su lucha en las montañas segovianas; igualmente, para infundir entre sus oficiales y subalternos la justicia de la causa que defendía. «He visto a sus soldados –le observaba Ramón de Belausteguigoitia a principios de 193 3– un sentido espiritual admirable. Hablando con muchos de ellos, les be oído decir que la justicia estaba con ellos y que por eso vencían siendo inferiores». ¿Cómo había conseguido trasmitirles esos principios? «Habiéndoles muchas veces –expresaba Sandino–, sobre los ideales de la justicia y sobre nuestro destino, inculcándoles la idea de que todos somos hermanos». Así los miembros de su Ejército, en casi todo el área principal de la guerra, sentían la personalidad carismática de Sandino, quien ejercía un dominio –pleno de magnetismo y espiritualidad– sobre ellos; él mismo lo consignó: «… estamos compenetrados de nuestra misión, y por eso mis ideas y hasta mi voz puede ir a ellos más directamente. El magnetismo de un pensamiento se trasmite. Las ondas fluyen y son copadas por aquellos que están dispuestos a entenderlas. En los combates, con el sistema nervioso en tensión, una voz con sentido magnético tiene una enorme resonancia…».
Y no sólo eso, pues llegó –por lo menos en numerosos casos– a transformarlos cualitativamente, asimismo, con su inquebrantable fe patriótica y su temple heroico.
Tal experiencia –remontada a los elementos que le habían proporcionado las obras de Trincado– podría concebirse, precisamente, como voluntarismo espiritualista. Así es: esta categoría lo definía en las situaciones humanas y guerreras más difíciles, y lo impulsaba a reaccionar con generosidad y grandeza. Consecuencia lógica de su carácter, la voluntad férrea e indoblegable mantenía en alto su espíritu y lo estimulaba a superarse con entusiasmo y constancia. «Saber, aprender, ¡eso siempre!», le confesó a Belausteguigoitia.
La Escuela Magnética Espiritual, pues, llegó a difundirse –virtualmente– en la praxis de su Ejército a través de los siguientes postulados: el amor a la justicia equitativa, el amor a la cooperación colectiva y, por citar sólo tres, el amor a la naturaleza y su aprovechamiento. «Sí, la naturaleza inspira y da fuerzas –seguía conversando con el periodista vasco–. Todo en ella nos enseña…». De ahí que le interesaba su estudio.
Finalmente, de la Escuela citada procedía esta verdad: que el amor a la igualdad lleva a la fraternidad, lo cual fue una hermosa realidad entre sus hombres. Estas convicciones, y otras más, se localizan en dos capítulos de uno de los libros de cabecera de Sandino: Los cinco amores (1922), escrito –naturalmente– por Trincado, cuyo nombre completo se le dio a uno de los campamentos en homenaje y reconocimiento 86. El voluntarismo espiritualista está reflejado en una variante, que hizo su autor en 1930, de la frase clave de su primer manifiesto: «Juro ante la Patria j ante la Historia que mi espada defenderá el decoro nacional y dará redención a los oprimidos» 87. Y, en resumen, conforma esencialmente sus ideas.
Utopismo profético
Otra función similar desempeña lo que Gíulio Girardi denomina «el sueño de Sandino: nacionalista, internacionalista y popular», y que conceptúa como utopismo Profético. También remontado a su absorción ocultista, que remite al mismo Trincado, se trata de «una imagen del futuro que precede y orienta la práctica –sostiene Girardi–, que no está sacada de un análisis científico, sino que tiene los rasgos de una visión profética». De una visión que anuncia, en su «Manifiesto de luz y verdad», el inminente «triunfo definitivo de Nicaragua», el.cual provocará una «explosión proletaria» de carácter mundial.
¿Por qué proletaria? Porque los únicos capaces de realizar ese triunfo son, para Sandino, los obreros y campesinos. «Sólo los obreros y campesinos irán hasta el fin, sólo su fuerza organizada logrará el triunfo», diría enteramente convencido en su «Proclama» del 25 de febrero de 1930. ¿Y por qué mundial? Porque esa nueva sociedad –surgida después del triunfo, o sea, de la liberación nacional y social– será de ayuda mutua y fraternidad universal. «Nuestro ejército esperará la conflagración mundial que se avecina –escribía Sandino el 9 de agosto de 1931– para principiar a desarrollar su plan humanitario que se tiene marcado en favor del proletariado mundial». Creía, pues, en una sociedad donde los obreros y los campesinos no fueran explotados, donde su dignidad fuera respetada y detentasen el poder. «Quedaría desligado (el gobierno que proponía) de elementos burgueses, quienes en todos los tiempos han querido a que aceptemos las humillaciones del yankee», le comunicaba al general Pedro Altamirano el 30 de marzo de 1931.
Sandino piensa –seguimos a Girardi– que todo esto se puede realizar sin romper con el sistema capitalista. «El capital puede hacer su obra y desarrollarse –puntualizaba–, pero que el trabajador no sea humillado ni explotado» 94. Su representación de la sociedad futura, libre de la opresión externa e interna, la formula con una fuerte carga ética: es un deber que les exige a él, y a los suyos, el sacrificio total, dada su inmensa pasión y amor por su pueblo. «El que nada sacrifica, a nada tiene derecho» y «El amor es sacrificio, pero también es justicia», había leído en la lista de consejos y recomendaciones que daba Trincado.
Y esta representación es utópica porque es el resultado de un ideal histórico que se impone, fundamentalmente, por ser justo –y no como la conclusión de un análisis científico–, pero que tiene todas las apariencias de no ser realizable, «por la enorme desproporción entre las fuerzas con las que puede contar y las enemigas. También –señala Girardi– es utópico porque no define el carácter estructural del cambio de la sociedad que propugna, y de las rupturas que exige» 96. Sin embargo, esta utopía no aleja a Sandino de la realidad, sino que le lanza a ella; de hecho, convierte la utopía en proyecto histórico.
VIII-. Otros aspectos de sus ideas
Frente Único Antiimperialista
En su interpretación de la realidad social de su patria –que conocía directamente desde su infancia proletaria–, Sandino estuvo condicionado por el entorno histórico y la coyuntura política dentro de las cuales se desenvolvía su lucha. El estaba seguro de que la Nicaragua de los años veinte presentaba –además de una escasa densidad demográfica– un incipiente movimiento artesanal y un amplio minifundismo agrícola. Sabía, por otra parte, que su objetivo prioritario era militar –la expulsión de los invasores norteamericanos– e intuía la imposibilidad de abolir el sistema precapitalista, predominante entonces, de las relaciones de producción.
Otras condiciones ofrecía El Salvador: desde entonces densamente poblado, con un intenso movimiento obrero –dirigido por el Partido Comunista– y una profunda explotación agrícola. Además, este país no padecía la intervención militar de los Estados Unidos. Por eso, sin relegar a un plano inferior su plan de redimir a los oprimidos, Sandino no podía transformar la lucha que encabezaba en un movimiento de emancipación social, mientras no restaurase la soberanía nacional de Nicaragua. De manera que divergía radicalmente de Agustín Farabundo Martí, quien en 1928 le exigió alzar esa bandera emancipadora.
En realidad, al oponerse a los planteamientos del dirigente salvadoreño –uno de sus primeros secretarios y oficiales– no quería dar pie a que se tergiversara la causa central de su resistencia antiimperialista, aunque de ninguna manera rechazaba el sentido social explícito en la propuesta comunista de Martí. Ya vimos que, desde su primer manifiesto, la reivindicación social no era secundaria –ni siquiera complementaria– de su programa, sino que se integraba a un solo plan unitario. Incluso en los campamentos sandinistas se oía una especie del himno proletario «La Internacional», y la posición del propio Sandino era, evidentemente, progresista: «… en el terreno social, este movimiento es popular y preconizamos un sentido de avance en las aspiraciones sociales».
Pero la intervención le impedía materializar su programa que apenas entrevería –o intentaría llevar a la práctica, sin éxito, a partir del 1 de enero de 1933– cuando el país comenzaba a librarse de las tropas extranjeras y su ejército deponía en gran parte las armas ante el gobierno constitucional de Juan Bautista Sacasa. Pues bien: tal programa tendía a crear, en lo exterior, un Frente Único antiimperialista, conformado por amplios sectores sociales: «Ni extrema derecha ni extrema izquierda, sino Frente Único –proclamaba en México a finales de 1929– es nuestro lema. Siendo así no resulta ilógico que en nuestra lucha procuremos la cooperación de todas las clases sociales, sin clasificaciones istas».
Este Frente Único estaba muy alejado de la concepción sectaria de los partidos comunistas latinoamericanos del momento, adheridos a la Tercera Internacional. El meollo de esa divergencia radicaba en que la estrategia señalada por Sandino obedecía a una necesidad de su praxis: cuando eran imprescindibles no sólo la solidaridad continental sino la unidad de las más distintas fuerzas para proseguir su lucha de liberación. Así, en carta a Hernán Laborde –secretario del Partido Comunista de México–, concibió la unificación antiimperialista de América Latina a través del referido Frente Único, que incluiría «a todos los elementos cuyos intereses vitales son contrarios a los intereses de los imperialistas, para que, pasando sobre sus divergencias particulares, se unifiquen formando un solo ejército, con un mismo programa, una misma táctica, un objetivo común y una misma disciplina».
Y tuvieron que romper. En efecto, Martí fue expulsado del ejército defensor de la Soberanía Nacional de Nicaragua, en México, el 11 de abril de 1930.
Gobierno Nacional
En lo interno, dicho programa suponía el establecimiento de un Gobierno Nacional, idea que Sandino formuló en varias ocasiones. «El Gobierno Nacional–afirmaba el 14 de marzo de 1928– se hace indispensable en Nicaragua para terminar de una ve^ por todas con el caudillaje…» 101. Y no sólo para concluir con esa realidad política, sino también para iniciar una nueva era verdaderamente nicaragüense, autónoma, autonomista. «El liberal y el conservador –puntualizaban el 4 de febrero de 1953– desaparecen ante el nicaragüense» 102, Quería decir: ante el sandinista.
¿Qué alternativa ofrecía, entonces, Sandino? Pues el Gobierno Nacional, sustentado –lógicamente–- en una alianza de clases, pero con hegemonía obrera y campesina.
Dicha alianza abarcaba a estudiantes intelectuales, pequeños comerciantes e industriales nacionales –es decir a fracciones de la burguesía– y a capitalistas en general que colaborasen, patrióticamente, a consolidar ese Gobierno. Seguramente, esta concepción no estaba desvinculada al origen pluriclasista de su movimiento, integrado por medianos propietarios y colonos de los contados latifundios del norte, por obreros de las minas y plantaciones de propiedad norteamericana, por indígenas abandonados en las selvas, por ciertos terratenientes, algunos intelectuales y numerosos artesanos de las ciudades. Mas ese origen no convertía su programa en interclasista, sino que seguía siendo clasista, teniendo como eje a las clases populares orientadas hacia la liberación, primero nacional y luego social.
Porque el Gobierno Nacional estaba destinado a emprender claras reformas sociales, como las que enumeró Sandino en sus «Bases del convenio…», planteado a Moncada en enero de 1929, y que es preciso puntualizar de nuevo: las ocho horas diarias como jornada máxima de trabajo y el establecimiento de escuelas primarias en cada empresa con más de quince operarios o familias (en otras palabras, la educación de adultos), el reconocimiento a las mujeres del mismo salario de los varones (con lo cual se enfila en la lucha reivindicativa de la mujer) y dos derechos relacionados directamente con el movimiento obrero: el de organización en sindicatos y el de huelga 103. Ahora bien: era necesario, antes, acceder al poder a través del Partido Autonomista que Sandino planeaba fundar a lo largo de 1933 y que, naturalmente, era mal visto por Sacasa. Lo que éste le permitió, en virtud del convenio de paz, fue su proyecto de colonización agrícola en la región segoviana de Wiwilí.
Reformismo agrosocial
Y es que Sandino concebía el problema agrario, al igual que todas sus ideas, de acuerdo a la conformación socioeconómica de Nicaragua. ¿Cómo? En términos de ampliación de la frontera agraria, basado en un vasto régimen de cooperativas organizadas por campesinos conscientes de explotar «nuestras propias riquezas naturales en provecho de la familia nicaragüense». O sea que no planteaba una ruptura con el sistema capitalista. Más bien: su reforma la ubica dentro de tales condiciones. «Sin duda que el capital –respondía a principios de 1953 al periodista vasco Ramón de Belausteguigoitia, quien le interrogaba sobre el desarrollo del capital– puede hacer su obra y desarrollarse, pero que el trabajador no sea humillado y explotado». De ahí que en su pensamiento cooperativista hacía prevalecer la primacía del trabajo sobre el capital. Exactamente, al disponer de recursos naturales –las regiones inexplotadas de las Segovias y del Atlántico– estructuró toda una empresa con el fin de transformar a sus pobladores. Y la cooperativización, que tenía de antecedente la fraternidad demostrada por los miembros de su Ejército, era el mecanismo adecuado e insustituible para llevar a cabo ese fin a largo plazo. Fin que, ante todo, era de carácter educativo.
Precisamente, Sandino pensaba crear un modelo de producción que dependiese de un auténtico control popular, cuyo objetivo era la autogestión: que el propio pueblo organizado fuese el propietario de su propio trabajo. Un modelo que elevase culturalmente a sus hombres y a los indígenas marginados del Atlántico. «Puesya ve usted si son inteligentes –le decía Sandino a Belausteguigoitia, a quien le presentó uno de sus soldados originarios de esa zona que, aparte de las lenguas indígenas, hablaba perfectamente español e inglés–. Pero han estado completamente abandonados. Son unos cien mil sin comunicaciones, sin nada… Es donde yo quiero llegar con la colonización para levantarlos y hacerlos verdaderos hombres»
Jorge Eduardo Arellano
Residencial El Dorado, I-05 Managua, Nicaragua
Fuente: Radio La Primerísima